Mitologías Ciudadanas

fABIO rIVAS

Muerte en el asilo

Cuando yo era pequeño, se consideraba una vergüenza ingresar en un asilo (así llamaban entonces a las residencia de ancianos de la beneficencia) a un familiar viejo, por muy alejado que fuera en la consanguinidad. Es verdad que desde entonces (para bien y para mal) ha llovido mucho y, desde un punto de vista cultural, demográfico, laboral, social, económico y familiar, la realidad del mundo y su gente ha cambiado de forma considerable. O sea, que no podemos acercarnos a la complejidad de un tema tan delicado como este, con moralinas ni mojigaterías. Pero tan poco podemos eludir la tragedia. En España, lo mismo que en el resto de Europa, la mitad de los muertos por la covid-19 se ha dado en las residencias de ancianos. Un fracaso de todos que, entre todos, hemos de afrontar. "Ha hecho falta un desastre planetario para que la gente se diera cuenta de lo que realmente pasa en los asilos", ha reconocido recientemente la comisaria de Derechos Humanos del Consejo de Europa, quien también denunciaba que las residencias privadas europeas "hayan favorecido durante mucho tiempo los beneficios a expensas de la calidad del servicio". Es decir que todos coincidimos en rasgarnos las vestiduras y en los propósitos de enmienda. Más residencias públicas (frente al negocio legítimo de las privadas) y cambios drásticos en el modelo de gestión de las mismas (con participación activa de los ancianos y sus familiares, y el seguimiento -entre otras instancias- de jueces y fiscales), son algunas de las loables medidas que se proponen, pues nos guste o no, hay ancianos que precisan de esta clase de recursos para disfrutar de una calidad de vida lo más autónoma posible, y residencias que bien valen la pena.

Pero tenemos derecho a soñar con un mundo mejor y a pensar que -en realidad- el porcentaje de ancianos que en sentido estricto precisan de esta clase de recursos residenciales es mínimo, por lo que las residencias, aunque se revistan de asilos de oro, para una proporción considerable de viejos son lugares de exclusión (del hogar que habían construido para ellos y para sus hijos). Tenemos un excedente de producción de viejos, ¡qué vamos a hacerle!, y por muchas razones, los seres queridos a los que ellos dedicaron todos sus esfuerzos, decidieron que ese excedente se gestionara (se mantuviera) fuera del hogar familiar. Y ya digo, tenemos derecho a soñar, a pensar que -también por muchas razones y con considerable dosis de esfuerzo y renuncia por parte de toda la familia, no solo de las mujeres- este excedente debe ser "gestionado" principalmente dentro del hogar en el que nacieron o construyeron para vivir y ¡por qué no! para morir junto a los suyos. ¿Alguna vez nos hemos preguntado qué sucede en las residencias lejos de los espacios de visita, acondicionados para agradar la vista y apaciguar el corazón de los familiares? ¿Qué sucede cuando -con poco personal- llega la noche, se apagan las luces y debe reinar el silencio, pero el anciano se queja, se orina, se hace caca, le duele algo…? ¿Cómo repercute en la mente y en los sentimientos de los ancianos vivenciar que allí hay personas que mandan y personas que obedecen -ellos-, personas que sí o sí deben adecuarse al orden colectivo (comida, paseo, tv, levantarse y acostarse…), en detrimento de sus apetencias, de su personalidad y de su individualidad?, etc. Después nos extraña que en las visitas el anciano esté cada vez más torpe, más triste y retraído. ¡Ay, si hablaran…!

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios