Ninno

Pero hay algo que nos une. No queremos que nada ni nadie nos moleste y defendemos con furia nuestra libertad

El relato comenzaba describiendo una plaza abarrotada de puestos que ofrecían flores a los viandantes que circulaban apresuradamente por ella en vaya usted a saber que dirección y con que propósito. El narrador, incapaz de describirlo, llegó a la conclusión de que sabemos poco y que demostrar nuestra ignorancia era fácil. Bastaba con detenerse unos minutos, mirar a la gente mientras caminamos por alguna calle céntrica de una gran ciudad, y preguntarnos por su profesión, sus sueños y preocupaciones; por si son hombres y mujeres felices o no. Podemos saber que es la física cuántica, pero desconocemos profundamente a quienes comparten con nosotros las aceras. Cualquier respuesta vendrá guiada por el aspecto, la vestimenta y la edad. El envoltorio. Sobre lo que habita en su interior, las razones que les mueven, ignoramos lo esencial. Y lo peor es que tampoco nos importa demasiado. Pero para eso está la literatura, pensó el escritor. Para explicar la vida. Se fijó que en la plaza también había locales que servían bebidas a los turistas sentados en terrazas que pretendían en vano ofrecer refugio ante un sol abrasador. Y al fondo imaginó a algún niño llorando; unos cuantos perros tirando de sus dueños arrepentidos de haberlos adoptado en un momento de debilidad emocional; una pareja de policías esperando el final de su turno, y hasta un japonés empeñado en que todo tuviera cabida en su cámara fotográfica. Había ruido, alboroto, sudor. Roma en agosto, en definitiva. Y entonces apareció Ninno acompañado de su guitarra. Afirmaba conocer el repertorio completo de la canción popular italiana. Desde Celentano, a Zuchero, pasando por Branduardi o Fabrizio de André para los amantes de las baladas románticas. Subido a una silla, lo dijo alto y claro para que todos supiéramos de la amenaza. Pero cuando el público resignado se preparaba para un recital del que sólo esperaban la máxima brevedad posible, Ninno sacó un cartel que, en diferentes idiomas y letras descoloridas, proclamaba que Se admiten propinas, por no cantar. El aplauso fue unánime y el aparentemente brillante músico callejero recaudó una enorme cantidad de monedas acompañadas de las amplias y sinceras sonrisas de un público más agradecido que si María Callas hubiese interpretado a Verdi. Luego se fue y el escritor pensó que aquella actuación sería inolvidable para los que la vieron. Sí, podemos ignorar quienes somos, sentirnos náufragos en medio de las multitudes o granos de arena en el desierto. Pero hay algo que nos une. No queremos que nada, ni nadie, nos moleste; y defendemos con furia nuestra libertad para elegir como aburrirnos.

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