La tribuna

Carlos Alarcón

Obama, la raza y el poder

HACE veintiséis años California vivió unas llamativas elecciones a gobernador que tuvieron un resultado inesperado. Las encuestas coincidían insistentemente en dar como ganador, con una brecha que oscilaba entre los ocho y los quince puntos porcentuales, al entonces alcalde de Los Ángeles, el demócrata negro Tom Bradley. Incluso los sondeos realizados a la salida de los colegios electorales le daban ventajas de más de cinco puntos sobre su oponente republicano de origen armenio George Deukmejian. Y sin embargo, Deukmejian ganó.

Desde entonces los analistas electorales denominan "efecto Bradley" al fenómeno sociológico consistente en la ocultación pública de la desconfianza que un negro genera a la hora de su desempeño de un cargo público. Bastante influidos por lo políticamente correcto, muchos encuestados prefieren aparentar dejarse llevar por la racionalidad implícita en la globalidad del discurso demoscópico sin permitir que afloren sus verdaderos sentimientos repletos de prejuicios racistas. El fenómeno se advierte especialmente respecto a la importante porción de encuestados de raza blanca que se declaran indecisos para no parecer racistas ante el entrevistador, y terminan votando casi invariablemente a un candidato blanco siempre que se enfrenta a otro negro.

En las elecciones californianas de 1982, de cada cien encuestados supuestamente indecisos más de noventa votó a Deukmejian. Y en los pocos casos en los que un candidato negro ha conseguido vencer a otro blanco lo ha hecho por un margen mucho menor que el previsto por los sondeos, como ocurrió con la pírrica victoria de Douglas en las elecciones a gobernador de Virginia de 1989, o con los apretadísimos triunfos de Washington y de Dinkins en sendas elecciones a las alcaldías de Chicago y Nueva Cork que tuvieron lugar a finales de los ochenta. Conscientes del efecto Bradley, muchas empresas demoscópicas han evitado que haya encuestadores negros en zonas blancas, pero todavía no disponemos de datos relevantes que sirvan para calibrar si se ha compensado el efecto. De hecho, en las primarias demócratas de New Hampshire de este año, Hillary Clinton superó claramente a Obama a pesar de que las encuestas pronosticaban el resultado inverso.

Incluso entre los simpatizantes del partido demócrata una buena parte admite compartir el tópico de que los negros son menos responsables y laboriosos que los blancos, aunque muy pocos aceptan públicamente que este prejuicio les vaya a empujar a no votar a un candidato como Obama. Nos encontramos, por tanto, con una disputa no sólo interpartidista, sino también intrapartidista, como por otra parte ocurre en todas las elecciones presidenciales teniendo en cuenta el peculiar sistema de partidos estadounidense.

Pero lo destacable en esta ocasión es que, paradójicamente, la victoria de Obama dependerá principalmente de que la cuarta parte indecisa del electorado demócrata sea más fiel a su partido que a su raza, puesto que el candidato demócrata ha sabido convencer aproximadamente al mismo porcentaje de republicanos, entre un 20 y un 25% , quienes han visto en este Kennedy del siglo XXI una nueva esperanza de regeneración democrática que trasciende la tradicional lucha entre los dos grandes partidos, con ideologías cada vez más difusas e indiferenciadas. Basta recordar el reciente plan ultraintervencionista con el que el Gobierno republicano aspira a resolver la actual crisis financiera, más apoyado en la Cámara de Representantes y en el Senado por los demócratas que por los republicanos.

La esclavitud de los negros se abolió hace casi 150 años, y 100 años después acabó la segregación racial en las escuelas públicas. La duda de si las transformaciones sociales de las últimas décadas han bastado para permitir que un medionegro acceda a la presidencia se resolverá dentro de pocos días, cuando sepamos si al menos una pequeña parte de la América profunda ha superado el vértigo que le produce el miedo a esta revolución simbólica y estética, y se une a los estados más abiertos de las dos costas para conseguir lo que por más que parezca sensato y verosímil no deja de ser casi increíble: que en tiempos de crisis, un candidato joven y reformista, aunque también negro, venza a un candidato conservador que recuerda a todos los candidatos de los últimos cuarenta años, pero que no va a dejar de aprovechar el color de su piel para influir en el sentido del voto de muchos norteamericanos. Y lo más chocante es que será el electorado demócrata más que el republicano el que decidirá. Si Obama consigue llegar a convencer al 90% de sus correligionarios de que es preferible un demócrata negro que un republicano blanco llegará a ser presidente porque ganará mucho más dentro del ámbito republicano que lo que pierda dentro del propio. Pero para ello tendrá que pescar en cuatro o cinco estados del sur y del mediooeste. Y no lo tiene tan fácil como parece.

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