Ayer volví a verla. No recordaba cuándo me la había encontrado por última vez. Se me removieron muchos recuerdos. Aunque iba tapada, la encontré como siempre, con sus curvas características y su silueta siempre reconocible. He de admitir que no me he portado muy bien con ella en los últimos años. La tenía ahí, abandonada. A veces la pienso, y me recuerdo la deuda que tengo con ella.

Hablo de mi guitarra. Abrí la puerta del trastero y le di un golpe sin querer. Al rebotar con el suelo sonó un lamento desafinado, un ruego de libertad. Las guitarras pueden llorar de dos maneras: en un riff de melancolía o encerradas. Y la mía tiene una funda fina, pero para ella es una cárcel inexorable. Fue un regalo de Reyes. Para mí llegó como quien se queda embarazada sin buscarlo; y la acogí como quien decide traer ese bebé al mundo. Me puse, cual padre primerizo, a intentarlo con ganas y algo de dedicación, que en aquellas circunstancias laborales mías era algo malabárico. Tuve algún avance. Es un instrumento agradecido pero algo trilero porque al principio te da unas pautas que te hacen pensar que todo irá rodado, si bien profundizar exige mucho más que ganas de tocar algún clásico de Sabina en una moraga.

En casa nunca hubo instrumentistas, cuestión fundamental para desarrollar el interés. De los debes que me achaco de la juventud, está en pole position no haberle dedicado parte de ese tiempo que creía eterno a haber aprendido a tocar la guitarra. Y aunque tengo casos recientes de gente que se ha subido a ese barco a edad tardía, casi siempre suele tumbarme la sospecha de que ya no seré capaz de aprender a tocarla, al menos al nivel que me gustaría. Sin embargo, quedan semillas de esperanza en mi cabeza. Por la eterna gratitud que le tengo a la música, la única, junto a los perros, capaz de levantarte del suelo de un arreón en momentos amargos. Y porque en los últimos meses he explorado géneros que había conocido superficialmente y de los que ahora me he enamorado. Porque mi primer concierto pospandemia (Izal, en Sevilla) ha vuelto a remover ese gusanillo que se echó a hibernar pero nunca murió.

Hace unos días, a un joven compañero de trabajo le recomendaba que no sea tonto, que a sus 25 años está en una edad perfecta para aprender a tocar un instrumento que le plazca. Porque si oír música es una experiencia maravillosa, no me imagino lo que tiene que ser recrearla (o, sublimándonos más aún, componerla). No sé cuánta gente lee estas columnas, pero a veces mando SOS en ellas. Para que quien esté ahí detrás me ayude con el empujoncito que me hace falta. Y no quiero decir que lo escribo para que quede como promesa escrita. Por miedo a esas promesas que no valen nada, a esas palabras que no dicen nada en estas cuatro paredes. Y si algún día la hago y se va al traste, que sea al de la guitarra, claro.

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