Roba, roba, que algo queda

Este fariseísmo fiscal no es una fundación filantrópica sino la corrupción en su estado más puro

En el año 2015 el delito de malversación fue modificado para que no diferenciara la existencia o inexistencia de lucro por parte del malversador. Su base era coherente con el sentido de la seguridad jurídica que requieren las democracias modernas y, muy especialmente, los sistemas de control económico de la Unión Europea. Ahora se da un paso atrás y se trata de vestir de almas caritativas a quien no se lucra desviando fondos, pero la experiencia nos ha enseñado que eso es un cuento para niños y que los ciudadanos no estamos dispuestos a seguir financiando chiringuitos.

Parece mentira que el mismo partido que tuvo entre sus filas a Pascual Maragall sea ahora el que recule y apoye legislativamente a los malversadores catalanes. Por entonces el destape del 3%, que habitualmente desaparecía del coste de toda obra pública hacia las arcas de Convergencia y Unión, mostró un rigor, seriedad y transparencia nuevos que eran aplaudidos por el resto de los españoles. Se daba un claro impulso a la idea de que los impuestos son un compromiso por ambas partes: los ciudadanos en su deber de financiar los proyectos planteados por sus dirigentes, y por otra el gobierno usando dichos fondos únicamente para los fines a los que se compromete. Cualquier intento de cambiar su destino con nuevos objetivos, por muy altruistas que sean, deberán ser propuestos, debatidos y aprobados en público con luz y taquígrafos, y no en despachos siniestros al albur de los deseos más insospechados.

Basta observar como la alta burguesía catalana, esa que se dice tan importante e inteligente, se arremolina cual mosca a sus alimentos cuando hay que repartir presupuestos nacionales o fondos europeos. Esos mismos que movilizan la independencia, y hoy esperan agazapados el momento de mayor debilidad del Estado, son el primer peaje de cualquier malversación que se precie. No esperemos que el dinero destinado a educación, sanidad u obras públicas se desvíe para paliar el hambre en el tercer mundo, ni a salvar a familias en peligro de exclusión social. No, ni mucho menos. Estos fondos aparecen después en Andorra, o en las herencias de la abuela, o en las pensiones de trabajadores inexistentes, o en la compra de algún que otro Ferrari. Porque este fariseísmo fiscal, vestido de malversación sin ánimo de lucro, no es una fundación filantrópica sino la corrupción en su estado más puro, organizado y peligroso.

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