Aumentan las voces que solicitan una prueba única de Selectividad (hoy EBAU, EvAU, PBAU, PAU o como demonios se llame) para toda España. El debate lo inició el pasado año Fernando Rey, consejero de Educación de Castilla y León, harto, como estaba, de que ese examen fuese más fácil en unas comunidades que en otras y de que las notas de algunos estudiantes foráneos llegasen "hinchadas" a las universidades de su región. En contra de tal propuesta, que a mí me parece justa, se han posicionado principalmente determinadas comunidades celosas de sus competencias, la propia CRUE y hasta nuestra ministra de Educación y Formación Profesional en funciones, Isabel Celaá, para quien una única prueba común supondría "un empobrecimiento del currículo".

En verdad, uno no encuentra argumentos de peso para rebatir lo que parece obvio: las diferencias entre comunidades carecen de sentido, a no ser que se determine -el razonamiento es del sociólogo Julio Carabaña- que hay 17 modelos universitarios dispares y estancos. Su conclusión es inobjetable: "Si la universidad española es una unidad y los españoles son iguales ante la ley, tienen que acceder a la universidad de acuerdo con la misma ley y el mismo examen". Es lo que ocurre, y a nadie inoportuna, con el MIR en Medicina o con el universo de oposiciones de ámbito nacional (judicatura, notaría, etc.) en las que jamás se permitiría que cada comunidad autónoma habilitase de forma diferenciada.

Técnicamente es posible (el gaokao chino convoca cada curso a millones de estudiantes a un examen idéntico sin aparente dificultad). Las razones de contrario (esa necesidad de adaptarse a las "peculiaridades" de cada territorio) son más políticas que educativas y persiguen, sobre todo, el mantenimiento de los múltiples chiringuitos docentes que se han instalado en un país incapaz de ofrecer una enseñanza seria, racional, desideologizada e igualitaria. Los casos sangrantes de desigualdad existen, destrozan la lógica del sistema y propician inicuos paraísos que incomprensiblemente benefician a los peores y cercenan las legítimas esperanzas de los mejores.

Hora es, pues, de repensar la fórmula, de abandonar ambiciones pueblerinas, de devolver a la ciencia su universalidad y de otorgar a cada español exactamente las mismas oportunidades. La entrada en la universidad no puede seguir dependiendo "de dónde viva uno", un condicionante tan decimonónico como hoy ya inaceptable.

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