LA sanción sobre Alberto Contador ha resultado tardía, durísima y, cuando menos, dudosa. Y ha abierto la polémica en Francia, donde los famosos guiñoles se despachan a gusto contra nuestros deportistas. Nos acusan de dopaje generalizado y atribuyen nuestros logros a la trampa.

Contador ha caído en el pozo de la justicia deportiva, que obliga al inculpado a demostrar su inocencia y no al acusador a probar su culpabilidad. Pero han ido más allá. Han sacado todos los guiñoles que tienen -el de Contador no se parece nada a Alberto-, y se han mofado de Nadal, de Casillas y hasta de Ricky Rubio, que acaba de llegar a la NBA pero ya les escuece también.

Cuando Pedro Delgado ganó el Tour del 88, pocos en Francia sospecharon que durante los siguientes 24 años iban a aprenderse de memoria nuestro himno, que los niños franceses han escuchado más veces que la Marsellesa. Cuando Miguel Induráin se convirtió en el dios de las carreteras y los veranos, lo hizo sin dejar de ser humano, exhibiendo algo que al aficionado francés le sentó peor que su victoria: humildad, poco conocida para ellos. Nunca un grande fue tan grande y tan modesto.

Cuando Arantxa Sánchez Vicario conquistó Roland Garros, y lo hizo hasta tres veces, demostró un nivel de exigencia inexplorado. Cada vez que Arantxa apretaba los puños y se animaba, ¡Vamos!, asombraba más que al ganar a Steffi Graf. Comenzó a jugar a los cuatro años. Ahora Arantxa denuncia que estuvo explotada por sus padres. Ojalá que ese nubarrón le pase pronto, porque para nosotros fue la voz que clamó en el desierto, la que anunció lo que vendría: la totalidad de Rafa Nadal, el tenista absoluto, el que considera que no juega para ganar, sino para esforzarse al máximo, para disfrutar trabajando. No hay mensaje más constructivo. Es el que una madre da a un hijo.

Por eso nos duele que insulten a los nuestros. No por los éxitos, sino por los modos impecables. Hablamos de honestidad y pensamos en Casillas, Xavi, Iniesta, Puyol. O en Gasol, que ha respondido que los españoles no ganamos por casualidad, sino por talento, esfuerzo, perseverancia y humildad.

Los españoles soñamos con ir a París a pasear bohemia a la sombra de la Torre Eiffel. Ahora sabemos que muchos parisinos tienen el sueño contrario, el sueño español, en el que nos imaginan a todos dopados; piensan que el consejero espiritual del deportista español es su farmacéutico. Por fortuna, no todos los franceses opinan igual. Y la lógica envidia que sienten por nuestra indiscutible superioridad sobre sus deportistas es en su mayoría sana: una envidia que pasaría el control antidoping. Queridos vecinos: no existe poción mágica que otorgue el talento. No hay droga que vuelva humilde.

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