ESCRIBO desde Kaunas, la segunda ciudad de Lituania. Una mirada por la ventana supone ver un manto de nieve. Aquí se jugaba anoche el Unicaja buena parte de su futuro europeo en esta temporada. Tienen cuenta de la información del partido en la sección de deportes.

Una de las preguntas más habituales que uno recibe cuando se va de viaje profesional es qué hace en su tiempo libre. No hay mucho disponible, ciertamente. Se llega el día previo al encuentro, pero hay que escribir las páginas de rigor y estar pendiente del último entrenamiento. Existe el concepto generalizado de que es un premio, un regalo. Va en la personalidad de cada uno, hay compañeros que lo detestan. Hay momentos en los que merece mucho la pena, se conocen lugares que de otra manera sería casi imposible. Siempre de manera superficial, no con la profundidad que se desearía. Se ven partidos in situ de los que uno se siente privilegiado. Otros, no tanto. Disfruta de ambientes sobrecogedores, como en la Sala Pionir de Belgrado o el OAKA de Atenas. Se solaza de la gastronomía local, se conoce la moussaka griega, la sepelina lituana o el auténtico kebab turco. O se disfruta del museo de Drazen Petrovic en Zagreb. Incluso, a veces, da tiempo a honrar aquello de la canallesca y hacer un reconocimiento nocturno.

Hay otros instantes, cuando el ordenador no conecta con la red, la hora del cierre acecha y el avión calienta motores para emprender la vuelta, en los que se pagaría por evitar la situación de estrés. Hay madrugones infames, algún vuelo es desagradable, a veces se pasa frío, en otras se cena un paquete de cacahuetes, incluso te intentan robar en la Plaza Roja de Moscú o algún aficionado rival insulta. En fin, no es bajar a la mina, tampoco un panorama idílico. Sí vale para comprender mejor otras culturas. No cura la ignorancia, pero sí ayuda a combatirla.

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