HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

Lo agrio del verano

Quienes empezamos a vivir nada más llegada la primavera, y aun antes, y sobrevivimos de mala gana desde mediados de noviembre en adelante, sabemos que el verano tiene sus días agrios. No suelen ser muchos seguidos, aunque nunca lo podremos saber porque cada año tiene personalidad propia, pero el verano da la confianza de que, por muchos que sean, nunca serán demasiados días insoportables. Lo agrio del verano no está en las temperaturas exactamente, pues lo normal es que haga calor o mucho calor y lo extraño sería lo contrario; lo agrio es lo que se espera de nosotros: vida desordenada porque hay tiempo libre; un viaje no deseado porque ya viajan hasta los pobres; unas lecturas de títulos de éxito como si uno no tuviera libros esperando hasta para después de la muerte, o cualquier molestia en las que se entretiene la gente corriente que toma las vacaciones en agosto.

Agosto es para vivir de verdad a cualquier hora del día o de la noche, cuando todos se han ido y el silencio nos invita a mayor lentitud. Nos preguntan los desorientados qué vamos a hacer con el tiempo libre, que es nuestro caso es tiempo de ocio, pues libres somos siempre, quizá con intención de que le demos alguna idea para imitar. La mayor parte de los conocidos no sabe qué hacer cuando no tiene nada que hacer, por eso se arriesgan a viajes irritantes, a vacaciones en otra parte con sus conflictos internos metidos en la maleta, a lecturas farragosas de libros gordos con elucubraciones históricas poco creíbles y, en fin, a otros trabajos incómodos a los que se entregan quienes cuentan con un tiempo breve en el que no tienen que trabajar. El verano es para aprender a suspirar, para empezar a lamentar su fin por el temor a que pase la dicha, siempre inestable y pasajera.

Los hombres sabios valoraron el ocio en todas las épocas, porque gracias a él fueron sabios. El tiempo libre no es el ocio, es un paréntesis laboral para conformar a quienes casi todo su tiempo no es libre. Si la humanidad se percatara de lo que pierde trabajando para hacer lo que hace todo el mundo, sería un desastre económico mundial. Por conquistar el ocio se renunciaría a bienes, no a bienestar, que el común valora como importantes conquistas. El privilegio de vivir la eternidad antes de la Eternidad, que no otra cosa es el ocio, es un bien que no puede sustituirse con entretenimientos y posesiones al alcance del vulgo. La técnica y la industria, los descubrimientos científicos y los avances humanos verdaderos, no los que se llaman sociales, se han logrado todos porque había hombres dedicados a pensar e inventar en su ocio, no en su trabajo. El ocio es placentero, aunque se ocupe; el trabajo, nunca. Lo agrio del verano no es el calor, por mucho que haga, es el que quieran hacernos trabajar con el engaño de que estamos descansando.

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