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José Asenjo

La cámara indiscreta

SABEMOS que en las sociedades desarrolladas, que son las de economía de mercado, la de consumidor se sobrepone a cualquier otra condición del individuo. Estamos habituados a que nuestra vida cotidiana la pueblen voces e imágenes que se dirigen a nosotros como tales. Los publicistas han creado un poderoso lenguaje que, de forma directa o subliminal, consigue dirigir nuestras necesidades y hábitos hacia los productos que nos ofrecen. De tal forma que el gasto en publicidad es en muchos casos superior a los costes de producción: es el caso de productos alimenticios, de cosméticos, marcas de ropa, bebidas carbónicas, etc. Más que artículos, consumimos imágenes que nos seducen, adquirimos sueños. Ellos, los publicistas, imponen modas y costumbres, dominan nuestra economía, determinan gustos y deseos y crean nuestras fantasías.

Si el 75 por ciento de nuestro cuerpo es agua, en el alma de cada ciudadano reside un porcentaje similar del consumidor que llevamos dentro. Por ello, también como tal reaccionamos a los mensajes electorales, de forma que la política difícilmente se puede sustraer de la blanda dictadura del consumo. Un experto en semiótica, Paolo Fabri, dice "que la publicidad piensa menos en la verdad que en la eficacia, y eso se ha trasladado a la política, donde se busca que el discurso sea más eficaz y persuasivo que verdadero". Este contexto determina la relación entre elector y candidato: no esperamos de estos que nos digan la verdad, sino que nos persuadan de que son el producto que necesitamos para recomponer los desarreglos de nuestras vidas.

Para ello, a menudo, los partidos confían en la magia publicitaria para anular la tozuda evidencia de los hechos. Es el caso de un asunto que se ha situado en primer plano de la campaña: el contenido de la breve conversación, off the record, entre Zapatero y Gabilondo, que se ha convertido en leivmotiv de campaña. Cualquiera que haya visto dichas imágenes sabe que las palabras de Zapatero fueron dichas en tono coloquial y expresadas en términos de complicidad y confianza con su interlocutor. Pero nada de ello ha impedido a sus adversarios utilizar cínicamente el desliz presidencial, como si se tratase de la confirmación de algo que ellos ya se maliciaban: Zapatero es el gran crispador. No hace falta haber estado excesivamente atento a lo ocurrido en la legislatura, para tener la certeza de que la crispación ha sido el eje principal de la estrategia del PP y de su entorno mediático. Pero estos piensan que un buen uso de la propaganda les bastará para dar la vuelta a la realidad y presentarse ante los electores como el partido de la serenidad y la calma.

Aunque lo más revelador de todo este asunto no es lo que tanto ha excitado a los populares, sino algo que nos habla de la lábil naturaleza de la política: que Zapatero, para movilizar a los suyos, parece confiar más en sus dotes dramáticas que en sus virtudes como gobernante o en la bondad de sus propuestas electorales.

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