Calle larios

Pablo Bujalance

Las ciudades invisibles

EN su libro Las ciudades invisibles, Italo Calvino recoge los relatos fantásticos con los que Marco Polo describe al Gran Khan las ciudades que ha visitado. Calvino convierte cada urbe en una metáfora de los espacios humanos, como ámbitos en los que las personas se relacionan a menudo a partir de criterios y pactos no explícitos, sino ocultos. Esta deliciosa colección de estampas es una especie de tratado de urbanismo inverso, en el que los rincones no quedan delimitados por las estructuras sino por las emociones. Una ciudad, de cualquier forma, es lo que muestra, lo que exhibe, pero a menudo también lo que calla, y a veces este soslayo resulta más revelador, más cargado de significados.

Viene todo esto a cuento porque mañana jueves se sabrá si, finalmente, Málaga supera el primer corte en la carrera por la Capitalidad Cultural de Europa en 2016, y más allá de la artificialidad de esta competición, y más allá también de los desencuentros y disparidades que han revelado que la tan anunciada unión no ha sido tanta, cabe considerar que en esta ciudad la cultura ha sido siempre uno de esos aspectos silenciados, no promocionados, pasados de largo. No es difícil encontrar a estas alturas en otras ciudades de España descripciones hipotéticas de Málaga cercanas al Torremolinos de las películas de Mariano Ozores, donde la cultura, si se da, debe ser algo parecido a un accidente. ¿Qué ganará Málaga si decide hacer visible lo invisible, si en ella el arte, el pensamiento y la participación entran de lleno en los programas políticos con ínfulas de protagonista? Ya advirtió Nietzsche que la cultura no basta para hacer a los pueblos. Pero sería digno de admiración que alguien, por una vez comprendiera que, por más que las cuentas digan lo contrario, la operación se saldará a largo con beneficios. La pregunta es: ¿Cuánto está dispuesta Málaga a perder para ganar el cambio? La respuesta se sabrá mucho después de 2016.

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