EL Tribunal Supremo pone fin con su sentencia a los avatares judiciales del llamado caso Malaya, y lo hace, como casi todas las resoluciones judiciales, con un fondo de aplausos y quejas, y argumentando (más de 3.000 folios) la decisión que ha dado lugar a que se aumenten penas, se rebajen otras, aunque en general mantiene el tenor de la sentencia dictada en su momento por la Audiencia Provincial de Málaga. Poco más se puede decir de un texto que exigirá horas de lectura para una cabal compresión del mismo. Si me permiten, mi reflexión en estas líneas no centra la atención en lo que, en sentido estricto, es el caso judicial estrella del postgilismo, los coletazos de un régimen de corrupción que tiene su origen en las elecciones municipales de 1991 y en la Marbella que de forma incomprensible, otorgó un apoyo político masivo a un delincuente para que hiciera lo propio, saquear una ciudad sin contemplaciones. Fue un fallo estrepitoso del Estado de Derecho que significó vía libre a la delictiva gestión de Gil y sus lacayos. Quince años hubo que esperar para que el BOE publicara el Real Decreto 421/2006, de 7 de abril, por el que se dispone la disolución del Ayuntamiento de Marbella (en honor a la verdad, solo Izquierda Unida pidió desde el principio esa elemental medida prevista en la Ley) y se iniciara la tarea de la gestora que gestionó la ciudad con buena voluntad, escasos recursos y una terrible e indeseada herencia; creo que es de justicia reconocer de nuevo su trabajo, máxime cuando en España no existían antecedentes y hubo que improvisar casi todo, con muchas dudas pero con más ganas de sacar a Marbella de esa pesadilla.

El gilismo enseñó sus cartas desde el primer día, no cabía engaño con los antecedentes de un sujeto indultado por Franco, Jesús Gil, responsable penal de decenas de muertos en una edificación de Segovia donde la vida costaba menos que el cemento. La compañía de este sujeto era lo más granado entre golfos y parásitos, tanto locales como foráneos. Y sin descansar se pusieron a la titánica tarea de violar gran parte del Código Penal, incluido el delito de traición a España (recuerden las andanzas de esta tropa en Ceuta y en Melilla). Este desastre se podía haber evitado, sobró mucha complicidad y cobardía en muchos responsables institucionales. Queda para la historia determinar las responsabilidades históricas ya que los tribunales, con muchos esfuerzos, han intentado depurar las responsabilidades jurídicas. Se desmanteló el Estado de Derecho mediante la depuración y el miedo, eliminando los controles internos. Tampoco (salvo contadas ocasiones) los jueces y las Administraciones del Estado y de la Junta reaccionaron con decisión y prontitud para poner coto a tantos desmanes cometidos desde el principio de la gestión de esta mafia. La prensa (con excepciones honrosas) dejó pasar demasiados años para cumplir su esencial función de informar a la ciudadanía sobre el saqueo sistemático a las arcas públicas. Y ayudó mucho a consolidar el régimen esa letanía cansina, simplona, exasperante, que uno escuchaba en bocas iletradas pero también en sofisticados líderes (o eso se creen ellos) de opinión: ¡qué bonita esta Marbella!, ¡qué limpia!, "roban como todos, pero al menos hacen algo". Plantar cara a todo eso era muy difícil, y algo de eso pude vivir en primera persona; que los jóvenes sepan que las denuncias de esos atropellos se escuchaban mucho menos que las risotadas ante Gil, sus mamachichos y las bravuconadas de este siniestro personaje que eran jaleadas con entusiasmo por muchos.

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