HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

Una larga semana

Pasada la Semana Santa y con el cambio de hora de primavera parece que ha ocurrido un acontecimiento astronómico que nos ha cambiado la vida. Nos cambian la hora para desconcertarnos unos días, alargar las tardes y quitarnos la luz de la mañana. La predilección por el amanecer o el atardecer es personal: hay quien se levanta maldiciéndose a sí mismo y quien lo hace como el mejor momento del día, o todavía de la noche, para disfrutar con el ánimo del hombre primitivo; y hay quien teme las tardes como un anuncio de decadencia y de final. La coincidencia con el principio de la Semana Santa ha añadido confusión al desconcierto. Cuando vivíamos en el campo o lejos del centro de la ciudad, los días pasionales, si queríamos, podían pasar sin notarse, salvo en la íntima conmemoración; pero desde que vivimos intramuros no es posible, tenemos que adaptarnos a los horarios de los cortejos si tenemos que salir para algo. Así que entre el cambio de hora y el de costumbres hemos vivido unos días extraños.

Se han hecho largos. Cambiar de costumbre cuesta. Se abre un desorden cuando cambiamos de costumbres y, si no fuera porque tenemos las referencias del orden y de una vida mejor, tenderíamos imparables a un caos cotidiano sin horas para cada cosa, sin horas para nada, porque cualquier hora puede servir para todo. En el horario conventual que llevamos hemos tenido que retrasar vísperas y completas y las tardes se alargan lo que nos roban de las mañanas. La tentación de salir para que el día no se haga tan largo es fuerte. La soledad tiene esos precios: algo se confabula con otro algo para sacarnos de la casa. Pero esta vez no ha sido así y el precio ha sido otro: las lecturas con las que hemos ocupado el tiempo de días ya largos no han sido las recomendables para muchas horas de soledad, sino libros que dan temor y temblor, elegidos por el destino al ponérnoslos cerca y no voluntariamente.

No se ha demostrado aún el ahorro de energía con los cambios de hora, ni todos los años coinciden con días señalados para aumentar su efecto. Hará unos diez años la Comunidad Europea encargó un estudio sobre la incidencia real del cambio en el ahorro de energía. No se llegó a conclusión ninguna porque los argumentos proponían mucho y no concluían nada. La primera ocurrencia de cambiar la hora solar, la más racional de todas, la tuvo Benjamín Franklin, el famoso inventor del pararrayos, muy a finales del siglo XVIII. No sabemos si quedó en ocurrencia o se puso en práctica con la resistencia de la gente sencilla, sobre todo de los campesinos, a los que les daba igual acostarse a las ocho de la tarde si el sol salía a las cuatro de la mañana, y los fantasmas, como es su obligación, a medianoche. Nos haremos pronto al nuevo horario, ya sin muchedumbre por las calles, sin esa desazón que da la raza humana cuando se desborda y lo llena todo.

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