La ola Aurora

¡Oh, Fabio!

Recuerda uno esos versos de Manuel Alcántara: “Se revelan, inmortales/ las olas a cuerpo limpio./ Cada vez que muere alguna/ la misma ocupa su sitio”. La angustia, ay, es que rememoramos el poema del malagueño no por las espumosas y homéricas ondas del mar, sino por las de “calor”, que más que olas son llamaradas.

A la ola de calor que ya llama a nuestras ardientes puertas la han bautizado como Aurora, lo cual es un despropósito como otro cualquiera. Aurora no es nombre de ola de calor, porque nos remite más bien a regiones boreales y a las frescas y deliciosas mañanas del verano. Quizás, en los equipos que se encargan de estos crueles fenómenos atmosféricos deberíamos incluir a algún poeta como el inmortal Alcántara, alguien que con su lira fuese capaz de seguir soltando versos en medio del fuego, rimas que sirviesen para refrescar la situación: “Sin reloj y sin amigos/ el mar flota sobre el mar”... Uno escucha estas palabras y se siente como haciendo el muerto en medio del océano, sin más sonido que los latidos del corazón ni más visión que el fuego de los párpados.

Y si no puede ser un poeta, al menos se debería buscar a alguien con un sentido más exacto del verdadero valor de las palabras; alguien conocedor de los papeles donde se encuentran los nombres más ardientes, como las antiguas páginas de contacto de los periódicos antes de la cruzada contra la prostitución (Samantha, Bianca, Stefania), los relatos de Sade (Anne, La Colette, Marie Constance y Madeleine) o los basureros de Bukowski (Lidia, Dee, Katherine...). Nombres todos humeantes y extranjerizantes, capaz de transmitir al acobardado ciudadano el infierno que se le viene encima.

Incluso, no estaría mal volver a la situación antigua, a no bautizar a las olas de calor, porque todas, como nos sugiere en sus versos Manuel Alcántara, son la misma ola y esa es su gran lección. Volver, simplemente, a hablar de las calores a secas, sin santa patrona; a deshumanizar los rigores del tiempo para darle su verdadera significación: que el hombre es apenas una mota de polvo a merced de las fuerzas de la naturaleza. Nombre se le puede dar a los hijos, los perros, los buques de guerra, a las villas de la playa... pero no al fuego, que, como ya nos decían los presocráticos, esos magos que han sido degradados a filósofos, es uno de los cuatro elementos de los que está hecho el mundo.

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