Tiempo Un frente podría traer lluvias a Málaga en los próximos días

Este verano estuve de viaje en Rumanía y tuve la suerte de probar el postre nacional, el papanasi, una especie de donut frito cubierto de queso y mermelada agria, muy rico. Los rumanos están muy orgullosos de su papanasi, que se sirve desde antiguo y que, aseguran, es único en el mundo. Y doy de fe de que está muy bueno, así como de que si usted viaja a Rumanía y decide pedirlo mejor almuerce antes ligero dada su contundente composición (por cierto, su raíz etimológica procede del término latino papa, que viene a significar algo así como chuchería o comida para niños; ¿no es fascinante que la América precolombina llamara precisamente así al tubérculo que algunos siglos después erradicó el hambre en Europa ? De paso, conviene reivindicar la forma culta papa en vez del lamentable anglicismo patata. Perdonen que me lío). Y también confieso que nunca había probado nada igual, aunque probablemente existan variantes en territorios limítrofes. La cuestión es que si me preguntaran mi opinión sobre las posibilidades del papanasi para convertirse en Patrimonio Cultural por parte de la Unesco, yo daría contento y feliz todos mis votos. Exactamente igual que si requirieran mi parecer sobre el espeto de sardinas: las tiene todas. Ya tardan en darle al invento la Legión de Honor de Francia y el Nobel de Medicina, si de eso se trata. Lo bonito de estas cosas es comprobar que cada latitud, cada terruño, incluso cada pueblo, tiene su singularidad, su particular enseña, su producto único. Aquel pestiño de miel que inventaron los árabes y que está buenísimo, no sé qué técnica del encaje de bolillo que se mantiene intacta desde el rey Leovigildo, tal fermentación de aquel cereal que se viene practicando desde el Neolítico. En Málaga tenemos un folklore único como el verdial, cuyo origen se pierde en los tiempos de las saturnales romanas; pero resulta que en Nápoles y Sicilia también hay bailes frenéticos con cintas de colores y espejos en los sombreros. Espetos, no. Eso sólo aquí.

Pero, en cualquier caso, no es menos bonito comprobar cómo casi todas esas particularidades forman parte de una herencia común que nos hermana con otra mucha gente, como el caso de los verdiales. La campaña en pro del espeto como Patrimonio Mundial es admirable, pero no puedo evitar, a veces, cierto sonrojo cuando los expertos insisten en valorar y subrayar su condición única, la fascinante geometría pitagórica con la que arden las sardinas sobre las brasas, el milenario arte con el que son atravesadas con elementos vegetales, no industriales. Que sí, que está muy bien, (si reparáramos en toda la ciencia que se oculta tras la preparación de no pocos platos rudimentarios, no comeríamos nunca de darle tantas vueltas al coco), pero en una ciudad como Málaga, tan olvidada de sí misma, con Ibn Gabirol tapado por la parafernalia de El Pimpi, confiar al espeto las razones del chauvinismo primario suena un pelín deprimente. Viva el espeto. Y el papanasi.

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