EL 70 cumpleaños, junto con el ya histórico "por qué no te callas" dirigido a Chávez, han otorgado a don Juan Carlos un inusual protagonismo de portada, mas no todo para gloria suya, para análisis crítico también. La intervención del Rey en Chile, aunque jaleada por patriotas, fue para preocupar: primer gesto público de relevancia cierta en que se salía de su papel institucional. Si el rey reina, pero no gobierna, política y jurídicamente irresponsable, estuvo fuera de lugar aquel gesto, con independencia del acierto o, más probable, desacierto de querer acallar en tuteo a un lenguaraz. El cumpleaños, por su parte, ha llevado a algún diario a preguntarse por cuánto tiempo reina un rey y a encuestar a algunos notables sobre la oportunidad de la abdicación de don Juan Carlos. La cuestión, sin embargo, es otra: mantenimiento, o no, de la sucesión dinástica.

A favor de la monarquía en su persona militan numerosos políticos y ciudadanos de credo republicano. Principalmente por su actuación el 23-F, frente a la intentona golpista, don Juan Carlos habría adquirido legitimidad democrática y subsanado el vicio de origen de su designación por Franco. El consiguiente juancarlismo entiende que la opción mejor, aquí y ahora, en la jefatura del Estado la ofrece el actual rey. Ahora bien, el 23-F empieza a quedar un tanto lejos y es hora de repensar sin miedo la monarquía y la sucesión dinástica.

Un pragmatismo de miras cortas compatibiliza convicciones republicanas con la tesis de que la monarquía forma parte del pacto constitucional, que, a su vez, ha sido y continúa siendo la máxima expresión de una transición pactada. Frente a eso, sin embargo, una posición republicana coherente está obligada a preguntarse por el exacto contenido y duración del pacto constitucional o, más bien, de la transición pactada. Monarquía pactada, sí, ¿pero hasta cuándo?; y ¿hereditaria, dinástica? Los pactos y las constituciones no son eternos. No hay constitución que mil años dure; y la española va a ser modificada alguna vez. Entre las modificaciones previstas está la relativa a la sucesión dinástica, ahora discriminatoria para la descendencia femenina: un cambio menor para abolir el privilegio del varón frente a la mujer en la sucesión, pero no el privilegio dinástico frente al común de los ciudadanos. A éstos ¿qué más les da rey o reina? Por otro lado, ¡larga vida al Príncipe de Asturias! Va para muy largo quien le deba suceder.

Ahora bien, si se abre -y cuando se abra- el artículo constitucional sobre la prioridad sucesoria, obviamente va a plantearse qué necesidad hay de ello, cuando lo que conviene discutir es la sucesión misma: si va a ir más allá de don Juan Carlos o, a lo sumo, del Príncipe Felipe. No ya sólo los republicanos a toda prueba, también los monárquicos por pragmatismo habrían de negarse a cualquier cambio constitucional sólo para excluir la prioridad del varón en el orden sucesorio. La razón es bien simple: so capa de igualdad entre sexos, se contribuiría a avalar para otra nueva etapa la naturaleza hereditaria de una monarquía, que fue instaurada por el dictador, aunque luego pactada en aras de una transición sin traumas.

La forma del Estado no es cuestión urgente, no lleva prisa, ciertamente. Además, el horno de la vida política, perversamente bipolarizada y alterada, no está ahora para bollos de cuestiones constitucionales. Aún así, las formaciones y partidos republicanos harán bien -es su deber, no sólo su derecho- en llevar al ya inminente escenario electoral ese debate, que, en cambio, van a obviar los candidatos de los dos grandes partidos, acordes en no mover el trono. Pero no será posible obviarlo después de marzo, a menos que se decida no tocar la Constitución en punto alguno. Si se contempla una reforma constitucional, ¿cómo soslayar la sucesión dinástica?

Seguramente, los monárquicos -ya por convicción o por pragmatismo- no pueden desear que el actual rey o el de 2050 abandonen palacio como Isabel II o Alfonso XIII. Por ello, ¿no deberían precisamente ellos imaginar, prever, mecanismos constitucionales no ya de abdicación personal, sino de desistimiento dinástico? He ahí un arduo desafío para juancarlistas acendrados con audiencia en La Zarzuela: sugerir al rey que, en oportuno momento, asumiera la iniciativa, él mismo, de abrir debate político y social sobre la institución monárquica, sobre su duración, a perpetuidad, o no, y, en este último caso, sobre el cuándo y el cómo de una futura transición republicana. Después del 23-F sería la mayor contribución de la Corona a la convivencia democrática.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios