Semana Santa

Todas las miradas para este templo

  • Los claveles rojos y el buen tiempo bendijeron un lunes inolvidable · En la Trinidad y la Cruz Verde los mayores arrebatos de devoción popular se los llevaron el Cautivo, Gitanos y Crucifixión, con calles llenas y balcones atestados

A menudo se considera que en la Semana Santa, emblema del pueblo arrebatado por la tragedia tan al gusto de Nietzsche (¿quién dijo que en el Mediterráneo manda la jarana? Hasta en la fiesta nacional tiene que morir alguien), las miradas se clavan de manera unánime en las tallas que representan la Pasión de Cristo. Pero esta apreciación no es completa: junto a las imágenes que evocan el sacrificio divino, el protagonista estos días es el hombre. Por eso, en el templo que se extiende por las calles, cada cual observa y es observado, expuesto en su humanidad más sincera y evidente, con sus correspondientes taras. La aglomeración que colapsaba ayer calle Frailes a la salida del Cristo de los Gitanos, más allá de las carnicerías halal y el ciberlocutorio Papi, con la escalinata que hace esquina entre Refino y Cruz Verde transformada en tribuna de agitadores convulsos, también representaba, en esencia, un sacrificio: la expresión ecce homo pudo aplicarse con igual sentido a los quinceañeros tocados con carísimas gafas de sol que vociferaban a sus novias y madres, manda al Julián que me traiga un mechero, a la gitana que salía espantada del brazo de su marido por Cobertizo del Conde, pero de dónde ha salido toda esta gente, esto ya no es lo que era, antes, cuando salían la Sole y los niños, aquello sí que era una procesión. En este encuentro entre el Cristo adorado (más todas las deidades paganas en él contenidas, las mismas que procesionaban en esta misma playa los milenarios veneradores de Astarté) y el ser humano en su dimensión más estricta ocurre el milagro que sostiene al cristianismo: la comunión, en una sola esencia, de la divinidad y su criatura. Esta esencia, durante la Semana Santa, es Málaga: el mismo templo, efímero y a la vez eterno en el que todo se mira y perdura.

asomados los rostros

En este culto urbano, la misión de los oficiantes consiste así en observar. Y ayer merecía la pena alzar la vista, no para parecer un turista de itinerario en una mano y sandwich de pavo en la otra, sino para atender a las ventanas y balcones. En la Trinidad, en calle Peña, en Los Negros y en Mármoles eran infinitos los rostros que participaban en la pasión asomados desde sus casas. De manera recíproca, quienes veían pasar los tronos desde arriba daban a compartir su intimidad más cobijada. Ya en el traslado matinal del Cautivo, por las calles La Regente, Sevilla y Juan de Austria, eran cientos las cabezas que exhibían sus legañas, sus cabellos encrespados y su curiosidad sin límites. La mayoría pertenecían a mujeres, mujeres mayores cargadas de silencios, con una sospecha perenne clavada entre las cejas, respetuosas pero frías, mujeres que se asomaron a sus ventanas, engalanadas o no, con un millón de secretos en el pecho. Ellas también arrojaban claveles para el Señor de Málaga, que cumplió su tradicional visita al Hospital Civil enterrado en rojo, bajo la invocación de todas las manos. Luego, las saetas de Antonio Cortés y Diana Navarro pusieron el toque popular. Por la tarde, ya en la procesión, nuevos rostros se asomaban a las ventanas de la Trinidad, persianas sucias, azulejos rotos, dedos arrugados exentos de caricias, las mismas mujeres, los mismos siglos expuestos para que todo se repita igual que siempre.

más claveles

Mientras Málaga se deshacía en claveles para el Cautivo, otra gitana los pregonaba en la puerta de la nueva casa hermandad del Rocío, en Párroco Ruiz Furest. Tampoco le faltaron flores a su Novia, que hoy volverá a conquistar el Altozano. Mientras, el centro recogía estampas especialmente atractivas en la reformada calle Echegaray, donde Pasión y Dolores del Puente regalaron momentos muy hermosos. Daba la sensación, allí junto al flamante teatro todavía cerrado, de que la Semana Santa se estrenaba antes de alcanzar la Campana, en un rincón que parece haber recobrado la bohemia de años pasados. En San Agustín, donde esta sensación se refuerza invariablemente y el silencio pesa por encima de las bandas de cornetas, un padre se esmeraba en explicar a su hija por qué todas aquellas imágenes de la Virgen representaban a la "Mamá del Señor" y por qué, a su vez, eran tan notablemente diferentes. La pequeña, que no tenía más de siete años, vestía rebequita de pitiminí y lucía dos magníficas coletas, se divertía retando a su progenitor con cuestiones teológicas cada vez más complejas. Que si el Señor era el mismo entonces por qué su Mamá era otra, el Señor de la Columna va antes del Señor de la Cruz, son el mismo, no lo son. Ni Joseph Ratzinger ni Hans Küng han contado con que, a menudo, la imaginación de los niños va por delante. En calle Alcazabilla, a la salida de Estudiantes, un trío de subsaharianos se detenía con sus pantalones anchos y sus deportivas desabrochadas a contemplar el número. A qué clase de país hemos venido a parar, parecían decir sus ojos. En cualquier otra época del año, incluso en verano, Málaga podría confundirse con otra ciudad: el transcurso anodino de los días, el trabajo, el ocio y su perpetua insatisfacción, los aparcamientos repletos, ni un saludo amable en la calle, ni un agradecimiento cordial al tendero que mete una naranja más en la bolsa. Y de repente, zas, sale un Cristo agonizante a la calle y los ánimos florecen hasta límites irracionales. Por eso la Semana Santa también es una frontera. Nunca se sabe lo que espera al otro lado.

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