Entre bambalinas

Como un niño el Domingo de Ramos

Como un niño el Domingo de Ramos

Como un niño el Domingo de Ramos

LOS ritos se repiten todos los años. El Domingo de Ramos comienza temprano, antes del amanecer, aún con la penumbra y el silencio. Escondido en la quietud que se romperá cuando el sol empiece a despuntar y alargar las sombras. Sobre la mesa queda todo siempre dispuesto la noche antes, lejos del resto de la familia que no tiene por qué madrugar tanto.

La salida a la calle completa ese ritual. Con la delicadeza de no pisarse la capa, que el capirote no toque en las alturas y que lo lleve todo. Varios toques en los bolsillos y el cuerpo repitiendo esa cantinela habitual que se amplía: guantes, escapulario, el puesto, el cíngulo a la izquierda. Pero también el regalo, el recuerdo y la cruz. Cada uno con sus manías.

La mente no para en el trayecto entre la casa y el portón verde de calle Parras. Allí se mezclan las preocupaciones de última hora con los recuerdos. Esos que nos separan cada vez más de la niñez pero que se mantienen frescos si nos detenemos a revisarlos con detenimiento. Como la vez en que llegas por primera vez a la antigua casa hermandad, la de calle Granados, y te dicen que no hay túnica tras esperar más de dos horas de cola. Y, aunque la rabia te invada en ese momento, ya te deciden hacer de la cofradía para que salgas el año siguiente.

Y sí, al año siguiente cumples y alzas al cielo por primera vez una palma mientras el chaleco hebreo se revuelve al viento mientras sales por calle San Agustín. En esa época, cuando aún no te sales de la fila y apenas puedes ver a Jesús a su Entrada en Jerusalén a lo lejos, es donde forjas tu identidad cofrade. Aunque ya te sabes de memoria y recitas cual tabla de multiplicar todas las cofradías y te conviertes en la guía para tus padres y sus amigos, aún te queda por descubrir un universo que levanta pasiones y te desmonta la inocencia de un solo golpe.

Sin embargo, eres incapaz ya de separar tu destino de esa mañana que, con orgullo, llevas a gala cuando dices que eres pollinico. Porque en el mundo cofrade puedes ser hermano o ser de tu hermandad. Te identificas con la idiosincrasia en la calle y, cuando te preguntan, no tienes problema en afirmar que bebes los vientos por el Señor que siempre alza la mano para bendecir a una ciudad que le espera entre aplausos a raudales. Que te desmontas por completo cuando te enfrentas a la sonrisa de María Santísima del Amparo porque en su semblante confías cuando todo sale mal, cuando las preocupaciones te acechan. Y que, en esa invitación tan necesaria para acompañar a Jesús en su triunfo mesiánico, tienes a San Juan tendiéndote la mano.

Mientras caminas peleando con la faraona e intentando no llevarte un golpe de palma en la cara de tu compañero de delante, percibes algo que el Domingo de Ramos regala a todos los que a él acuden: existe un ambiente de alegría porque está comenzando esa Semana, la que no necesita presentaciones. Los balcones se inundan de palmas y los malagueños se ponen las mejores galas. Encuentras en tu recorrido a familiares, amigos del colegio, caras conocidas que aún no te suenan… y todos irradian la alegría de formar parte de una tradición transmitida por generaciones.

A la vuelta de San Agustín, a casa y a la calle rápido. Nada te impide encontrarte con Salutación mientras las Carmelitas le rezan desde su convento o al Huerto atravesando la Alameda con el reflejo del sol tamizado por su olivo. Sales corriendo hacia la Victoria porque no te puedes perder a la Humildad por su barrio y, ya que te pilla cerca, enlazas con la inmensidad del Prendimiento. La Salud cruza ya el puente de la Aurora y en tu infancia se confunden los episodios: ¿La Cena dónde la veíamos? ¿Cuándo llegaron Dulce Nombre, Lágrimas y Favores y Humildad y Paciencia?

De los recuerdos a la realidad, la palmera que nace en un solar de calle Parras te devuelve al mundo. Ya está aquí y no puedes hacer nada para remediar que la cuenta atrás ya no existe. Que sí, que es Domingo de Ramos, que la mañana comienza cuando los primeros capirotes asoman por ese rincón medio olvidado del centro histórico. Aunque este año no sea posible y vaya a ser irremediablemente distinto. Y que ese momento único, en el que te vuelves a enfundar en el capirote con los ojos cerrados mientras rezas una última oración por todos los tuyos, te ha sacado las primeras lágrimas.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios