Entre bambalinas

La verdad y el amor fraterno

  • En la autenticidad de quienes hicieron y hacen más perfecto el Jueves Santo se encuentra el tesoro incalculable de la Semana Santa

La ermita de Zamarrilla, en plena Semana Santa.

La ermita de Zamarrilla, en plena Semana Santa. / J. L. Pérez

El pasado Martes Santo, en la recoleta capilla de la Virgen de los Dolores del Puente, María seguía guardando el espacio cuando Toni Vertedor se acercó a entrevistarla para escuchar la verdad. La que sale de una persona hecha a la paciencia de los días sentada a la vera de un río muerto y desarropado. Con la infinita paciencia de una mujer que cuida a la imagen pero también a la fe como intercesora sin necesidad de estar revestida con casullas ni oropeles.

En esa sencillez se esconde un valor incalculable para nuestra Semana Santa: la autenticidad humana. Huye de convencionalismos y protocolos, se escabulle entre los doctores y se basa en la experiencia. Rechaza los lugares destacados y ve la función desde lo escondido. Y, a sus devociones, les habla con respeto pero de tú a tú, sin que nadie escuche. Y ese diálogo se queda encerrado en su mente para siempre.

Por eso, el Jueves Santo no se puede entender sin un recuerdo donde la autenticidad hablaba por sí sola. Cada Semana Santa, intentando no hacer ruido, Agustina salía temprano a colocar los reposteros en sus balcones de calle Biedmas. En uno de los dormitorios conservaba la reproducción del estandarte del Nazareno de Viñeros. Salvo que amenazase lluvia, la imagen se colocaba con esmero en el balcón central, el de la salita, para que coincidiese con el portento de Buiza en los breves segundos en los que cruzaba la angosta calle.

Nunca fue hermana de la cofradía, pero siempre estuvo dispuesta a coser de última hora algún bajo de la túnica o el filo de un capirote que necesitaba unos pespuntes. Y, en aquella tarde tan bulliciosa, acogía junto a sus hermanas a toda la familia para ver a la Virgen del Traspaso y Soledad vestida de reina. Incluso el año en que, por las obras del museo del Vino, las imágenes debieron volver al tinglao y se instalaron ante su portal, ella se asomaba a rezarles con una sonrisa en la cara porque, de alguna forma, tenía al Señor dentro de la sala de la costura. Ella se fue junto a sus hermanas, pero no falta nunca al Jueves Santo de la tradicional Carretería.

No tan lejos de allí, enfilando calle Mármoles, es imposible desvincular la ermita de Zamarrilla de una figura conocida por su trabajo y por ser defensor a ultranza de su hermandad. José Jiménez Guerrero, uno de los mayores investigadores de nuestra Semana Santa, reconstructor de los difíciles años treinta del pasado siglo. Alejado de los focos mediáticos y siempre trabajando. En su defensa del Cristo de los Milagros, el Santo Suplicio y la Virgen de la Amargura no falta y les dedica su tiempo y buena parte de su vida. Es de las voces autorizadas para hablar y versar sobre la corporación sin más intención que dar a conocer sus sentimientos. De plasmar su verdad detrás de la seriedad de su semblante. Quien le escuche hablar podrá acabar enamorándose también de su Virgen.

Unas calles más abajo, bordeando los restos de un Perchel que perdió su historia a base de golpes municipales, se alza la basílica de la Esperanza. Allí, también escondido a las luces de los focos, se guarda la historia de un padre y su hijo. El progenitor le escribía cuentos sobre la Semana Santa que tanto amaba, pese a la dificultad de poder estar tan cerca como al pequeño le gustaría. Bajar a Málaga era una posibilidad más de reencuentro con el Nazareno del Paso que tanta leyenda guardaba para Miguel.

En sus versos, en sus silencios, en la labor de albacería, siguió el legado de su padre Antonio y se puso a escribir. Bien temprano rescató en una novela la leyenda del Nazareno cuando nacía y moraba en Santo Domingo. Entre sus impulsos de inquietud ha batallado entre pregones, artículos en medios digitales, en las ondas radiofónicas y en debates televisivos. Pero, cuando llega el momento de meterse bajo el varal de su hermandad, se convierte en el anónimo bajo la faraona. Da su alma y su cuerpo a la causa de llevar a la Esperanza a su templo cuando la noche termina de morir.

Como ellos tres, cientos de personas anónimas, cofrades de base (sí, hay cofrades de las alturas) que hacen suyo el Jueves Santo. En la familia que supone Santa Cruz y la verdad que encierra el Crucificado de Vera+Cruz, aunque sea fuera de sus filas nazarenas. Desde la perfección de una Congregación de Mena alejada del fervor legionario o la última posición delante del Chiquito por el Perchel. Con el rezo delante de la Virgen de la Paz. De Zamarrilla, Viñeros o la Esperanza. Con todos ellos, a los que hoy toca homenajear, por hacer aún más grande el día del Amor Fraterno.

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