Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Merece la pena?
Es el año 1000 y Europa se agita entre terrores apocalípticos y esperanzas de renovación. Muchos temen el fin del mundo, anunciado por señales en el cielo, hambrunas y guerras. Pero mientras el pueblo tiembla, un hombre de mente prodigiosa asciende al trono de San Pedro: Silvestre II, el papa que algunos venerarán como un sabio visionario y otros acusarán de haber vendido su alma al diablo.
El mundo en el que Silvestre II asume el papado (999–1003) es un crisol de tensiones:
En este tablero incierto, la figura del papa no es solo espiritual: es un jugador clave en la política de coronaciones, alianzas y reformas religiosas.
Silvestre II nació hacia 945 en la región de Aquitania, probablemente en el pueblo de Aurillac (hoy en el sur de Francia). Su nombre de nacimiento fue Gerbert d'Aurillac.
De origen modesto —según algunas versiones, incluso de familia servil—, fue enviado a la Abadía de Aurillac, donde destacó de inmediato por su brillantez intelectual. El conde Borrell II de Barcelona, en una muestra de protección hacia las mentes prometedoras, lo llevó a la Marca Hispánica, la frontera entre el mundo cristiano y el musulmán en la península ibérica.
Allí, Gerbert entró en contacto con la cultura andalusí, absorbió conocimientos de matemáticas, astronomía, música y filosofía que en buena parte provenían del mundo islámico, mucho más avanzado científicamente que la Europa franca de su tiempo.
Curiosidad: se cree que estudió en la catedral de Vic y en la corte de Córdoba disfrazado, aunque esto último podría ser más leyenda que realidad. De cualquier modo, su contacto con el saber árabe cambiaría para siempre su destino.
De regreso en Europa, Gerbert fue profesor en la Escuela catedralicia de Reims, el principal centro de saber de la época, donde instruyó a futuros obispos, clérigos e incluso emperadores.
Su fama llegó hasta Otón I y Otón II del Sacro Imperio, quienes vieron en él una mente capaz de formar a las nuevas élites cristianas.
Tras varios cargos eclesiásticos —entre ellos, el de abad y arzobispo—, Gerbert se convirtió en papa en 999 gracias al respaldo del joven y visionario emperador Otón III, quien soñaba con una renovatio imperii Romanorum (una "renovación del Imperio Romano cristiano") con Roma como capital espiritual y Aquisgrán como capital política.
Gerbert eligió el nombre de Silvestre II en honor a San Silvestre I, el papa que había acompañado a Constantino en la conversión oficial del Imperio Romano al cristianismo, casi 700 años antes. Un guiño deliberado: Silvestre II también pretendía inaugurar una nueva era de luz y saber.
Por su extraordinario conocimiento de las ciencias ocultas para su época, muchos contemporáneos creyeron que Silvestre II practicaba magia:
Curiosidad: las leyendas aseguraban que había pactado con el diablo en la cueva de Séville para obtener su sabiduría. En realidad, su "magia" era simplemente el fruto de una educación avanzada en lógica, matemáticas y ciencias naturales.
Silvestre II apenas gobernó cuatro años, pero intentó reformas profundas:
Sin embargo, su visión era demasiado avanzada para una Europa aún atrapada en feudalismos brutales y temores escatológicos. Tras la muerte prematura de Otón III en 1002, Silvestre quedó aislado y políticamente vulnerable.
Murió en mayo de 1003, posiblemente en Roma, exhausto y traicionado por las mismas estructuras de poder que había querido iluminar.
Silvestre II representa una paradoja: un hombre de ciencia en una edad de supersticiones, un papa racionalista en un mundo apocalíptico, un soñador de imperios en una Europa fragmentada.
Su legado quedó en la sombra durante siglos, enterrado bajo historias de brujería y pactos infernales. Solo más tarde, cuando Europa redescubrió el saber clásico en el Renacimiento, su figura fue reivindicada como uno de los precursores de la revolución intelectual occidental.
Hoy sabemos que, más que un mago, Silvestre II fue un visionario: el primer papa científico de la historia.
Un faro de sabiduría en la larga noche medieval.
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