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narciso en oriente

  • El historiador de arte alemán Hans Belting plantea en el libro 'Florencia y Bagdag' que el rechazo de Oriente a construir ídolos no se debe a un simple problema de prohibición de imágenes

Dos mitos clásicos, recogidos por Ovidio, nos servirán para orientarnos en el problema que aquí se plantea. Un problema referido la imagen, a su moderna representación, y a la ausencia de dicha iconografía en el Oriente islámico. ¿Por qué el Islam ha renunciado a la imagen, a su reproducción, tan común en Occidente? Los mitos que acuden en nuestra ayuda son Narciso y Pigmalión. Narciso, como trágico enamorado de su reflejo. Pigmalión, como aquel que sueña otorgarle vida a una escultura inerte. Del primero se desprenderá la forma en que el hombre occidental se ha enfrentado a la pintura -a la contemplación del mundo-, desde el Renacimiento; del segundo se derivará el motivo último de la prohibición islámica o mosaica de representar imágenes.

Si el Islam, o el Antiguo Testamento, repudiaron la construcción de ídolos, fue porque se trataba una burda copia del poder divino, obrada por la imaginación del hombre. En Pigmalión, esta cuestión se resuelve cuando los dioses, apiadándose del escultor, le insuflan vida a su criatura. En el Islam, dicho enigma (la similitud superficial, la abismática diferencia entre lo vivo y lo muerto), se expresa en una prohibición taxativa. Ese es el motivo de que su arte, en la vieja distinción de Worringer, Abstración y Naturaleza, sea más propenso a la geometría, al adorno lineal, que a una abierta emulación del mundo. No obstante, Belting postula aquí otra razón, mucho menos evidente. Tal razón es el diverso modo en que Oriente y Occidente consideraban la mirada y la propia forma en que funciona el ojo. Para los teóricos del Renacimiento, el ojo capturaba imágenes que se reproducían fielmente en su interior. Para la física oriental, sin embargo, el ojo sólo refracta luces, que luego la imaginación elabora. Así, partiendo de la Optica de Alhacén, escrita en El Cairo en el siglo XI, y profusamente divulgado en la Europa del Medievo, el Occidente cristiano compuso una ciencia de la perspectiva y una teoría de la imagen, desplegada luego en su pintura; mientras que el Oriente se ocupó de la luz, de sus leyes geométricas, reflejadas no sólo en su arquitectura, en su cerámica, sino en una escritura rigurosamente geometrizada.

No se trata, por tanto, de un simple problema de prohibición de imágenes. La diferencia estriba, según Belting, en que el Renacimiento creyó en la capacidad de simular la realidad, de reproducirla y capturarla mediante la imagen, en tanto que el Oriente islámico, apoyado en la prohibición, elaboró un arte donde la geometría y la luz, su infinita combinación geométrica, compusieron una versión del mundo fundamentada en la percepción lumínica, en su ley universal, y no en la falible capacidad de la vista. De este modo, Belting explica, corrigiendo a Panofsky, no sólo la diferencia entre una forma y otra de observar la Creación, sino el carácter cultural de una y otra forma simbólica. Esto significa que la imagen, tal como la conocemos hoy, es un producto particular de Occidente, nacido con la perspectiva, de igual modo que el arte islámico se deriva de mandatos religiosos y leyes ópticas. También implica que la realidad, incontrovertida y maciza para el occidental, medible con las mismas leyes postuladas en el Oriente, se disolvía en una fosforescencia arenosa, inaprehensible, en la física de Alhacén.

¿Y Narciso, perplejo ante su imagen sobre el agua? El hombre del Renacimiento no es ya aquél que, como Narciso, teme su reflejo y lo considera fantasmagórico y extraño. Su muerte, la de Narciso, deviene por ignorar que era él mismo a quien deseaba. En el XVI, sin embargo, la perspectiva y la pintura están focalizadas en el ojo humano. Y el mundo se despliega a la altura de quien lo observa. Es decir, que el hombre descubre su posición, tanto como la posición revela y determina al hombre. Es la hora, pues, del retrato, de la mirada, del individuo que observa, mide y toma posesión del orbe. Es la hora de Van Eyck y el Parmigiano, nuevos Narcisos, que se descubren a sí mismos en la extrañeza de su imagen pintada.

Hans Belting. Trad. Joaquín Chamorro Mielke. Akal. Madrid, 2012. 244 págs. 29,90 euros

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