Midsommar | Crítica

Ari Aster: consagración o sospecha

'Midsommar' traslada a los espectadores a una aldea remota de Suecia.

'Midsommar' traslada a los espectadores a una aldea remota de Suecia.

Con la premiada y aplaudida Hereditary (2018), su primer largometraje, el nombre de Ari Aster saltó como una de las grandes promesas del cine de terror inteligente. No es cosa fácil en estos tiempos de chimpunes en los que, todo hay que decirlo, las propuestas interesantes, sin ganar nunca a las películas escobazo-tren-de-la-bruja, van aumentando. Con este segundo largometraje confirma la promesa a la vez que a algunos nos genera una sospecha. En ambos desarrolla y amplía gracias a la duración y los medios los retorcimientos y morbosidades que hicieron, junto a sus alardes formales, su primera fama en el cortometraje.

En este caso, como si cogiera el hilo de El hombre de mimbre de Robin Hardy (1973, en 2010 hizo una revisión en The Wicker Tree), una película de culto que muchos reverencian y nunca ha logrado interesarme. Curiosamente –o tal vez no– con Midsommar me sucede algo parecido. Un personaje desgarrado por una experiencia traumática. Un viaje que debería hacerle olvidar. Una comunidad sueca pagana que mantiene antiguos y extraños ritos. Y en ella un imparable descenso al horror.

Las comunidades que viven apartadas del mundanal progreso tienen en cine representaciones idealistas y positivas (con Horizontes perdidos y Brigadoon al frente) o perversas (casos de Holocausto caníbal, ¿Quién puede matar a un niño? o la ya citada El hombre de mimbre). En este caso la blanquísima comunidad que vive en un entorno luminoso pertenece al segundo grupo.

Aster neutraliza las virtudes de su película con su infatuación autorial

La tensión creciente se mantiene desde el principio sin decaer casi en ningún momento del larguísimo metraje. El tratamiento de la imagen y el sonido demuestra una gran inteligencia en la manipulación, esencial en este género. La fotografía de Pawel Pogorzelski, quien ya trabajó con Aster en Hereditary es tan deslumbrante como agobiantemente oscura era la de su anterior película.

Las interpretaciones son muy buenas y magnífica la de Florence Pugh (la extraordinaria Lady Macbeth de Oldroyd, la excelente Cordelia de El rey Lear de Eyre y la estupenda Charlie de la miniserie La chica del tambor). El muy difícil entrecruzamiento entre terror psicológico, gore y grotesco macabro, y entre el drama personal, la relación entre la pareja protagonista, el grupo y la comunidad sectaria está muy bien resuelto. No es fácil unir sin fisuras tan distintos elementos o perspectivas.

Pero Aster neutraliza en parte las virtudes de su buena, desasosegante y a ratos verdaderamente terrorífica película –casi siempre sugiriendo, es decir, con las mejores maneras cinematográficas– por su infatuación autorial. Sé que este es un concepto fuertemente subjetivo, pero durante su visión no dejé de tener una sensación de juego con el cine, de excesiva demostración de facultades, de ejercicio de estilo que acaba devorando lo que se quiera decir, contar o hacer sentir. Aunque a la vez todo funciona para quien se deje llevar por la película.

Por eso ha dividido a la crítica que respondió con unanimidad a su anterior película. La diferencia entre ambas me recordó –aunque sea exagerado por tratarse en este caso solo de dos películas– el caso de Sergio Leone, un genio (aunque la mitad de su genio fuera Morricone) cuyo cine fue enfermando de elefantiasis conforme él se fue creyendo más las críticas elogiosas y volviéndose más ambicioso. Vean los aficionados al género y juzguen. Yo me quedo en un “sí, pero…”.

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