Calle Larios

Verano en Málaga, a pesar de todo

  • Más allá de la incertidumbre, de la permanente sospecha, de las mascarillas y de la menor afluencia de turistas, la ciudad revela sus mejores esencias, ahora precisamente más visibles

Tiempo regalado para un atardecer en la playa de El Palo.

Tiempo regalado para un atardecer en la playa de El Palo. / Javier Albiñana (Málaga)

En éstas se nos acerca un biznaguero y nos ofrece su mercancía, radiante y plena aún dado que apenas ha avanzado la tarde. “Venga, que sin turistas está la cosa muy mala, si pueden echar una mano será bienvenida”, nos dice el hombre con la media sonrisa de pirata veterano que seguro ha dibujado debajo de su mascarilla: nunca los ojos habían resultado, al cabo, tan elocuentes en el más pintado. Estamos junto al Palacio de la Aduana y algún turista que otro se deja ver, pero ciertamente no se trata de la masiva invasión de cada verano. Aceptamos. Nos sentamos poco después en una terraza a tomar una cerveza y nos dejamos invadir por el aroma a jazmines. Pedimos la cuenta y casi dan ganas de salir corriendo: nos toca pagar por cada caña cuatro euros. Reparamos entonces en que nos hemos acomodado en una de esas terrazas por las que no nos decidimos nunca ya que están habitualmente a rebosar de turistas. Ahora, la hostelería y el Ayuntamiento piden a los malagueños que acudan al centro para paliar en la medida de lo posible las pérdidas, pero los precios siguen respondiendo al canon europeo. No hay tu tía: la próxima vez vendremos del barrio con la caña tomada. Sin embargo, sucede algo extraño: aquí al lado, en Cortina del Muelle, hay niños jugando y correteando a sus anchas. La amplia acera se ha convertido en un improvisado campo de libre expresión infantil, tal y como solía suceder en cualquier calle que se preciara el siglo pasado. Una pareja de rubicundos visitantes que han venido hasta aquí a llevarse dos patinetes para no tener que gastar suela, los dos con la mascarilla colocada en el cuello como si ahí llegase a protegerles del resfriado, se encuentra con el imprevisto, vaya por Dios, de que no toda la calle es suya. Sólo unos pocos días antes, otros niños jugaban en el atardecer de El Palo, en la playa, como dueños del mundo, sin mascarillas ni miedos, sin temor a los malos augurios, sin respeto alguno a meteoritos ni a pandemias: su mundo giraba entonces en torno al tiempo obtenido sin medida, la despreocupación absoluta, la celebración de la rutina, la consagración del juego, la renuncia a toda responsabilidad adulta, la persecución de una pelota en la arena, la contemplación del mar en otro atardecer rojo como promesa de continuidad y alegría. Y cabía recordar, entonces, los años en los que el verano consistía justamente en esto: el triunfo de la voluntad propia, la excusa perfecta para el reino de las apetencias, el aprovechamiento extremo del día desde la mañana hasta bien entrada la madrugada, la celebración como rito habitual de lo que durante el resto del año no es más que contada excepción. Resultaba, entonces, que a pesar de todas las alarmas, de todos los rebrotes, de todas las suspicacias, de todas las amenazas de nuevos repliegues y confinamientos, de todas las sanciones, de la obligación de llevar mascarilla y de los pelmas que se niegan a llevarla, el verano seguía estando ahí, ante nuestros ojos, intacto, puro, como siempre había sido. Y, con él, una Málaga que tiene en esta actitud su mejor patrimonio y su mayor identidad.

Respecto a Málaga, podemos negociar con los accidentes, nunca con la sustancia

Biznagas en Pedregalejo. Biznagas en Pedregalejo.

Biznagas en Pedregalejo. / Javier Albiñana (Málaga)

Sí, seguramente es el momento propicio de reivindicar esto: es evidente que nuestra ciudad carece de la calidad histórica, patrimonial y monumental de otras ciudades cercanas, en parte porque así lo dictaron los acontecimientos, en parte porque nunca ha habido una preocupación excesiva por preservar, proyectar, subrayar y acentuar el poco o mucho patrimonio, mejor o peor conservado, correspondiente a esta urbe fundada hace casi tres mil años, de chiripa, después de que a los colonos del Cerro del Villar les saliera el tiro por la culata. Todo eso es cierto. Pero es que la identidad de Málaga como ciudad distinta y singular no tiene que ver, al contrario que en esas otras ciudades, con esa determinada categoría monumental, con los testimonios visibles del paso del tiempo, con los objetos que permiten establecer una conexión desde el presente hacia atrás viva y plena de significado, por más que, con el debido empeño y la suficiente sensibilidad, también Málaga hubiera podido compartir esta aspiración y, de paso, ahorrarse algunos complejos; la identidad de Málaga, su principal rasgo, el elemento por el que corresponde identificarla, es intangible. No se puede percibir, medir ni pesar, ni por tanto catalogar, ni meter en un paquete, ni envolver con un lazo, ni colocar en un escaparate. La esencia de Málaga no es un edificio, ni un castillo, ni una muralla, ni una judería, por más que tengamos todo eso, aunque de aquella manera. Tampoco es un libro, ni un poema, ni una composición musical, aunque haya quien ponga sobre la mesa (con toda la razón) los verdiales a tal efecto. La esencia de Málaga, su médula espinal, el motivo último por el que podemos distinguirla de cualquier otra ciudad es la vida. Y ya está. No su estilo de vida, que es algo muy distinto, dependiente, al final, de las posibilidades de cada cual. Málaga es más Málaga en lo que se refiere a lo que es dado, sin más, para vivir: el tiempo, el mar, el cielo y el sol. La impresión de que un día placentero puede ser tan intenso para llenar un siglo de una forma insospechadamente fácil. El juego de unos niños en la playa de El Palo. Esa inconsciencia natural y primigenia que en verano transluce de manera especial, más espontánea, menos dirigida. Y es esto, la vida, regalada así, en un atardecer capaz de durar toda la vida, en una charla compartida en el paseo marítimo de Pedregalejo, en un paseo allí donde sea posible caminar despreocupadamente, lo que vienen a buscar turistas y visitantes. Es mejor no llevarse a engaño: toda esa oferta de hostelería y museos es necesaria, meritoria, urgente, pero no es lo que dicta la diferencia. Se trata de un añadido al verdadero valor que ofrece Málaga: la posibilidad de caer en la cuenta, de pronto, de que se ha perdido la noción del tiempo. De que las horas han pasado volando y al mismo tiempo cunden como para dar por bueno el paso por el mundo. Resulta que esa permanente sospecha inclinada al verano, ya sea en diciembre o en marzo, porque sí, por la cara, es un bien extraordinariamente raro y valioso ahí fuera. Por eso tantos se dan de tortas para dejarse caer por aquí unos días.

La mascarilla como maniobra de distracción turística. La mascarilla como maniobra de distracción turística.

La mascarilla como maniobra de distracción turística. / Javier Albiñana (Málaga)

Tendrá que perdonar el lector esta repentina inclinación al chauvinismo barato, pero en realidad esto pretende ser un análisis sosegado, precisamente porque en las últimas décadas Málaga se ha llenado de cosas, maquinarias, tinglados, luces navideñas y los más variopintos artefactos que han terminado eclipsando, cuando no borrando directamente del mapa, sus señales más evidentes. El problema, maldita sea, es que esto que Málaga ofrece como excepción únicamente puede ser gratis: se da o no se da, y aquí se da a raudales, como el Evangelio, para los justos y para los malos. Así que ya ven: no podemos comercializar el quid de la cuestión. El mejor producto que podríamos vender no cabe en un bono turístico, ni en un circuito, ni en la World Travel Market, ni en Fitur. No se puede meter en el orden del día de una reunión de ejecutivos, ni desgranar en un plan de marketing por objetivos, ni someter a incentivos, ni dejar en manos del sector público, ni partir en secciones estratégicas, ni emplear como decorado en púlpitos de ninguna clase, ni dividir en encantos susceptibles de conformar un mapa interactivo, ni adquirir a plazos, ni servir de soporte a lemas publicitarios. Solamente puedes venir y llevártelo: eso es todo. Podemos hacer negocios con los accidentes, nunca con la sustancia. Y esto puede llegar a ser un problema. De hecho, tal vez éste es el nombre del problema: el modelo competitivo nos ha obligado a prestar tanta atención al producto que la vida ha terminado pasando desapercibida. Salvo que, de pronto, un verano de un año extraño, un biznaguero con mascarilla, unos chavales jugando en la calle o unos mequetrefes correteando por la playa nos devuelvan, intacta, esa verdad destilada que es la vida en Málaga. Que tampoco es calidad de vida, sino vida a secas: lo contrario de la muerte. Quién sabe si habrá que agradecer al coronavirus eso de caer en la cuenta. Cosas más raras se han visto.

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