Coronavirus en Málaga

Domingo de reconstrucción

  • La confirmación de que habrá que prolongar el confinamiento llega en un domingo espléndido después de una noche lluviosa con las calles vacías

  • Lo importante se juega ahora de puertas adentro

Lectura al sol en una ventana.

Lectura al sol en una ventana. / Javier Albiñana (Málaga)

Ha llovido toda la noche y amanece un sol espléndido. El día invita al paseo, al solaz esparcido, a quedarse en camiseta a lo largo de algún sendero arbolado. Pero nadie en el barrio ha salido a la calle. Las aceras están vacías y el único vehículo que asoma es un autobús de línea igual de vacío, tanto como su entorno. Las tiendas están cerradas, prácticamente todas, a cal y canto, y ni siquiera hay paseadores de perros. Se acabó, no hay nada que hacer aquí. El Gobierno anuncia lo que ya todo el mundo esperaba: el estado de alarma se prolonga otros quince días, así que la Semana Santa nos pillará en el mismo claustro, impacientes, más o menos abatidos, entregados a una rutina que para entonces ya habrá dejado de ser nueva. En el patio de casa cae el sol a raudales y una mariposa de alas blancas se asoma libre y revolotea a sus anchas entre las macetas. La primavera sigue a lo suyo, maldita sea, sin importarle un bledo si estamos encerrados o no. El trayecto hasta el centro es lo más parecido a no ir a ningún sitio: sólo un par de transeúntes se cruzan en el camino con sus mascarillas y la urgencia que nos lleva a los pocos que salimos a desplazarnos con especial prisa, como si hiciéramos algo malo. Paco, el quiosquero, sigue vendiendo sus periódicos con sus guantes, inasequible al desaliento, y en las pocas panaderías a medio abrir no hay colas esta vez. Por lo demás, todo tiende a cero. Una vez en el centro, nada: ni un alma en Alcazabilla, ni en la Plaza de la Constitución, ni en calle Larios, ni en la Alameda. Es un domingo multiplicado por diez. De nuevo, no hay nada que hacer aquí. Quizá la mayor novedad es que las calles están inusualmente limpias para un domingo de este calibre. Pero en un día como hoy lo importante se juega de puertas adentro. En sus casas, las familias asumen que esto va para muy largo como buenamente pueden, a base de abnegación e imaginación. Pero cómo resistirse a este sol, aunque sea en los límites de un balcón o una ventana. O del patio que me espera en casa. Ahí es donde se cuece todo. Vuelvo entonces al barrio, a La Victoria. Me calzo los auriculares, conecto Spotify y George Harrison empieza a cantar Here comes the sun. Esta vez, ni siquiera la policía me sale al paso para preguntarme a dónde narices voy, y eso que ni siquiera llevo a Estrella conmigo. Todo adquiere un extraño sentido.

En la calle late un domingo multiplicado por diez. No hay nada que hacer aquí

 

En el estricto confinamiento doméstico, asalta la tentación de emular a Georges Perec en La vida instrucciones de uso. Los vecinos están asomados a sus balcones y ventanas y cunde una curiosidad casi morbosa por lo que pueda estar sucediendo en sus casas. Una vecina salta a la comba con disciplina castrense y da cuenta decidida de su admirable forma física. Otro vecino cuida de sus bonsáis mientras, en el bloque contiguo, otro vecino limpia su terraza con monacal desgana. Alguien ha puesto música a un volumen alto, con la intención de hacer a toda la manzana partícipe de sus gustos, convencido de su alta categoría, y suenan en una playlist demasiado entusiasta Roxette, Queen y los Dire Straits. A las 12:00 en punto, lo que suena es una alarma: "¡Recreo!", dice una voz femenina, seguida de inmediato por una discreta algarabía infantil. Aunque es domingo y no hay clases, algunos padres deciden distribuir las actividades en ciertos horarios para hacer más llevadera la cuarentena. Y lo cierto es que la rutina, sea más o menos nueva, más o menos adquirida o entrenada, es en estos días un aliado insustituible. Dos vecinas mantienen desde sus balcones una animada charla, no exenta de polémica, sobre sus series favoritas de Netflix. Otra mantiene una conversación telefónica con su madre, a la que reprende por su insistencia en salir al supermercado cuando no lo necesita y de la que, sin embargo, se despide con cierto cariño y una sensible nostalgia, dado que tendrá que pasar todavía más tiempo hasta que puedan volver a verse. Desde el interior de otra casa se filtra el rumor de una discusión agria. Llega un olor a puchero, pero en otra casa han debido poner en marcha una barbacoa: el aroma excita directamente la salivación, como a los perros de Pavlov. Hay vecinos arremangados que han sacado sus sillas de playa a sus terrazas y aprovechan los rayos del sol en una especie de hedonismo enlatado, imaginado, risueño. Otro vecino juega a la pelota con su chucho. Se alternan momentos de extraños murmullos con otros de prescriptivo silencio. Es curioso, pero, mientras tanto, en la escalera del bloque los vecinos juegan al mismo juego. Algunos abren las puertas de sus casas y, desde las mismas, sin ni siquiera salir al rellano, hablan animadamente, se ofrecen mutuamente consejo y ayuda, comparten inspiración, recetas e inquietudes. Tampoco faltan vecinos que se atreven a llamar a la puerta: "¿Estáis bien? Para lo que necesitéis, ya sabéis". Eso es todo. Nada más, y nada menos.

Proyecciones de Antonio Pino en el barrio de La Victoria. Proyecciones de Antonio Pino en el barrio de La Victoria.

Proyecciones de Antonio Pino en el barrio de La Victoria. / Antonio Pino (Málaga)

O tal vez no. Las noches de los fines de semana, en Cristo de la Epidemia, una vecina organiza una especie de discoteca vecinal a gusto de los usuarios: saca su equipo de alta fidelidad al balcón y atiende a las peticiones de los vecinos, consecuentemente reproducidas en Spotify, para alborozo, baile y disfrute del personal. Antonio Pino, de la compañía de títeres Miguel Pino, artífice de Peneque el Valiente, es vecino del barrio y por las noches emplea parte del equipo de iluminación que guarda en su casa para proyectar sobre las fachadas de los edificios mensajes de esperanza, dirigidos especialmente a los más pequeños. La red de voluntarios que aquí y en otros barrios trabaja para la atención de personas mayores y solas está ya bien engrasada y funciona con eficacia, por más que queden muchas familias necesitadas pendientes de que les llegue un mínimo abastecimiento, especialmente en áreas como La Palmilla. Sin embargo, el esfuerzo de muchos por hacer más llevadero el encierro a otros tantos, un esfuerzo visible, notable e ingente, espontáneo pero cada vez más organizado, invita a pensar que saldremos de ésta, quién sabe, mejor de como hemos entrado. Y a recapacitar en la oportunidad brindada para que algunas de estas actitudes ahora demostradas permanezcan como un patrimonio ganado frente a la adversidad. Me vienen a la cabeza los apuntes de Ralph Waldo Emerson sobre la certeza de que, para el buen estado de salud de una democracia, los pequeños gestos, los más cotidianos e invisibles, asumidos desde la más exigente responsabilidad que la misma democracia requiere pero lejos de los focos, son tan determinantes como las decisiones geopolíticas asumidas en las más elevadas instancias. "Pensándolo bien, no hay otra solución para el progreso del hombre que un honesto día de trabajo, las decisiones tomadas diariamente, las expresiones generosas y las buenas acciones del día", dejó escrito. Sea, mientras vuelven las mariposas al patio.          

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