Coronavirus en Málaga

Sin casa a la que volver y besos a distancia

  • La recuperación de las actividades económicas permitidas desde el lunes mantiene las calles de Málaga en un limbo entre la excepción y la costumbre

Un hombre que atesora objetos encontrados en un carrito de supermercado aplaude a los sanitarios en la calle.

Un hombre que atesora objetos encontrados en un carrito de supermercado aplaude a los sanitarios en la calle. / Javier Albiñana (Málaga)

En un pequeña plaza de la calle Paco Miranda, cerca del Campus de El Ejido, tres hombres discuten en voz alta. Ninguno de ellos parece tener muchas ganas de llegar a las manos, pero hacen aspavientos y gestos de mal actor para dejar claro el agravio del que se consideran objeto y del que se culpan mutuamente. En éstas, dos de ellos deciden dejar de lado al tercero y comienzan a hablar entre sí en ruso, ahora en voz baja, como si compartieran un secreto que pudiera comprometerles. El que se ha quedado aislado coge un cartón de vino que se había quedado abierto en una jardinera y se larga. Los tres son viejos conocidos del barrio. Casi siempre se les puede encontrar en la puerta de algún supermercado, pidiendo monedas a los que salen parapetados con sus mascarillas y guantes además de las bolsas y carritos tras haber hecho la compra, con nulo éxito, o en alguno de los bancos que ahora están siempre libres. Por lo general van separados, cada uno por su cuenta, pero de vez en cuando se reúnen sin respeto alguno por las distancias de seguridad que impone el coronavirus. A diario tienen que vérselas con la Policía, si bien los agentes, dado que no tienen a dónde ir ni dónde meterse, se limitan a hacerles señales con las sirenas de los coches para que por lo menos escurran el bulto. Con todos los bares cerrados y con el estricto escrúpulo que lleva a cualquier viandante a evitar su cercanía, cambiando de acera si es preciso, la epidemia constituye un problema distinto para ellos. Nadie se les va a arrimar a darles unas monedas mientras esto dure. Lo paradójico es el modo en que el confinamiento ha convertido en invisible a toda una masa de población, nada desdeñable, que (mal)vive en la calle, reúne todo su patrimonio en una bolsa liá y respira día y noche al aire libre; una masa, claro, compuesta de individuos, gente con historias a menudo difíciles y cortocircuitos incendiarios, que a menudo ha venido de muy lejos y decidió quedarse después de comprobar, habiéndolo perdido todo, que Málaga era una ciudad idónea por sus bondades climáticas para dormir en los portales. Personas como los dos rusos del barrio se hacen ver, interrumpen las conversaciones en la terrazas, salen al paso, señora, me da pa un café. Pero ahora no hay quien repare en ellos. Tampoco los que se aventuran a hacer la compra a toda velocidad. Si les da por acercarse a la cola armada frente a la puerta de un estanco con la esperanza de sacar un pitillo, son rápidamente increpados. En cualquier caso, la escena de la plaza, con tres hombres desnortados discutiendo por cualquier tontería, revela que el paisaje de las ciudades durante la cuarentena no es exclusivamente el de las familias recluidas en casa. Que siempre hay excepciones a la norma más común y bien intencionada.

El paisaje de las ciudades durante la cuarentena no es exclusivamente el de las familias recluidas en casa

Desde que el pasado lunes se abriera el grifo a las actividades económicas ahora permitidas, las calles de Málaga respiran un limbo entre la excepción de la crisis y cierta costumbre, como si la reducida maquinaria diaria hubiera devenido en hábito. Aunque persisten las colas, la fluidez en supermercados, tiendas de alimentación y el resto de comercios abiertos es mucho mayor que antes de la Semana Santa. El seguimiento de las medidas sanitarias es común y general, igual que las mascarillas, de las que puede admirarse una amplia gama que abarca desde el sencillo pañuelo por el que se colaría un gnomo hasta el dispositivo antigás de la Segunda Guerra Mundial. El tráfico es también más abultado, aunque los accesos a la ciudad suelen estar desiertos salvo en hora punta. La distopía, pues, continúa, pero de una manera más relajada, como si se percibiese ya su final o como si, de nuevo, la ciudadanía hubiera asumido que así tampoco estamos tan mal. Entra ya dentro de la normalidad toparse con dos vecinas que se han encontrado en la acera y entablan una breve conversación, a dos metros la una de la otra, sobrepuestas a las mascarillas, para ponerse al día, cómo estás, bien, y Antonio, ahí está, aguantándose. Esta tarde, cerca del Cementerio de San Miguel, un abuelo ha venido a ver su nieta. Ha llegado hasta aquí a pie, vive aquí al lado. Pero se aguanta sus ganas de subir al piso y se queda en la calle, en la acera de enfrente, ante el portal del bloque, con la bolsa del Mercadona que lleva llena por si acaso. La pequeña, que no tendrá más de cuatro años, sale al balcón con su madre. “¡Abuelo!” Y empieza un diálogo rebosante de complicidad familiar, y cómo está la abuela, mañana viene, hoy mami me ha ayudado a hacer tal tarea para el cole, no te aburras mi vida, que ya mismo podemos darnos un abrazo. Los tres pisos entrañan una altura mayor que la del K-2 ante esta separación. El sol emprende su caída y a las 20:00 resuenan los aplausos. Hay más gente ahora asomada a sus balcones. Terminado el homenaje a los sanitarios, suena Resistiré desde una ventana. El hombre se despide de su nieta, lanza besos y se marcha por un callejón. Serán estos héroes que renuncian a subir tres pisos por el bien de todos los que saquen, otra vez, las castañas del fuego.

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