La conquista del espacio (público)

Calle Larios

¿Y si Málaga incluyese en sus anhelos de gran capital la preservación de ámbitos urbanos accesibles para todos, en los que se pudiera estar sin necesidad de comprar ni de consumir?

El mismo espacio público durante demasiado tiempo es igual a cero. O casi. / M. H.

En el Calle Larios de la semana pasadaCalle Larios hacía referencia a Cómo vive la otra mitad, el clásico sociológico del reportero gráfico Jacob Riis que a finales del siglo XIX puso por primera vez nombres, rostros y estadística a la clase obrera neoyorquina, superviviente en verdaderas condiciones de esclavitud y carente de cualquier derecho de ciudadanía. Retomo este punto de partida para matizar que, en realidad, para cuando el libro de Riis vio la luz (1890), esos mismos trabajadores llevaban ya décadas luchando por la adquisición de esos derechos, en una ola que definió, en gran medida, los movimientos por las libertades civiles en EEUU. El catedrático de la Universidad de Columbia James Shapiro recoge un episodio harto significativo de esta lucha en su último ensayo, Shakespeare in a divided America, que, a pesar de haber sido seleccionado en 2020 entre los mejores libros del año por The New York Times, no ha sido aún divulgado a este lado del charco. En el artículo de la semana pesada, apuntaba un servidor que aquellos exponentes del lumpen neoyorquino no podían, por ejemplo, entrar a los teatros de Manhattan, pero conviene precisar que el acceso a las funciones les estaba absolutamente prohibido por mucho que pudieran pagarse su entrada: había que pertenecer a una clase social más adinerada para darse el capricho. En su libro, Shapiro relata el detonante que significó una representación de Macbeth en aquel Manhattan ostentoso y restringido de mediados del XIX: el teatro escogido para el estreno fue ocupado por una numerosa concentración de albañiles, estibadores, repartidores y demás obreros que decidieron reivindicar así su derecho a compartir los espacios reservados a las élites para las que estos trabajadores anónimos, sencillamente, no existían. El órdago se saldó con varios muertos y un escándalo monumental, pero sirvió para que el gobierno municipal cayera en la cuenta de a cuánto se exponía si no abría espacios urbanos que pudieran ser transitados sin restricciones de índole social ni económica. El riesgo de un enfrentamiento civil a gran escala comenzó a pesar demasiado, así que las autoridades decidieron crear ese nuevo espacio público, reconocido como tal, en lo que en 1857 pasó a denominarse Central Park: un sitio donde cualquiera podía pasear, respirar o estar, sin más, independientemente de su poder adquisitivo. Es cierto que la normalización de esa naturaleza pública requirió todavía unos cuantos años para ser definida de manera más o menos plena, pero también lo es que aquella movilización en torno a una función teatral de Macbeth sentó unas bases que hoy nadie pone en cuestión.

Que ni siquiera exista un debate al respecto indica que atravesamos una coyuntura suicida

De hecho, quien tenga la fortuna de visitar Nueva York (pandemia mediante) encontrará que los espacios públicos definen en gran medida el discurso urbano de la ciudad. También en Manhattan, donde los parques, jardines y un mobiliario urbano favorable al descanso y al avituallamiento conviven con el sobrecogedor pulso turístico y económico de las calles. Aplicada toda esta premisa a nuestra Málaga, sorprende todavía, más aún en estos días de trasiego, apreturas y alumbrados navideños, el modo en que los debates en torno a los espacios públicos, sencillamente, no existen. La conquista que entrañó la peatonalización del centro derivó, ya lo sabemos, a una explotación hostelera y comercial en la que lo público, ya sea por la ocupación del suelo o por las indeseables consecuencias de la gentrificación en forma de exclusión social, brilla por su ausencia. Cuesta pensar qué pensaría Cánovas del Castillo de esto, pero que Málaga siga sin contar con un gran parque urbano en correspondencia con su población y sus necesidades elementales, que no se contemple ninguna medida parecida en todos y cada uno de los foros previstos para el futuro de la ciudad a medio plazo y que cuando aparece sobre la mesa la oportunidad de hacerlo se opte en su lugar por más rascacielos nos deja, como capital estratégica del sur de España, en una coyuntura directamente suicida. Si a la explotación comercial de lo que debían ser espacios públicos y a la ausencia de zonas verdes añadimos el descuido de los barrios, sucios ya de manera insoportable y abandonados a su suerte, tenemos a demasiada gente que no tiene adonde ir. Gente a la que se le niega la posibilidad de estar en un espacio público sin necesidad de comprar ni de consumir nada, sólo por el derecho a estar; un derecho que, conviene subrayar, se niega en Málaga a diario.

Intervenciones recientes como la nueva ordenación de la Alameda Principal van en la buena dirección, pero resultan insuficientes en la medida en que ponen parches propios del siglo XX a una ciudad que ya es del siglo XXI. Estaría bien que todos los que sueñan con una Málaga capaz de emular a Nueva York por sus altas torres incorporaran en el mismo anhelo la preservación de los espacios públicos de la que hace gala la Gran Manzana: si se trata de parecernos a lo que no somos (ni falta que nos hace), hagámonos el favor de parecernos, también, en lo que vale la pena. Mientras tanto, Málaga se parece cada vez más a esa ciudad en la que no se puede vivir y en la que, en un plazo más corto, ya no salen las cuentas. Mal negocio.

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