Calle Larios

Málaga y el olvido

  • Ante la extinción del patrimonio cunde, por lo general, el encogimiento de hombros, el qué se le va a hacer, su tiempo pasó, pero conviene recordar que eso que desaparece somos nosotros

  • Málaga, la ciudad de todos

La noria de la Huerta de Godino: apenas nada.

La noria de la Huerta de Godino: apenas nada. / Javier Albiñana (Málaga)

Durante toda mi infancia, la noria de la Huerta de Godino, en la calle Salvador Dalí, junto al cuartel de la Guardia Civil del Arroyo de los Ángeles, formaba parte de mis paisajes habituales. La imaginación que respiraba aquel mequetrefe llamado como yo me invitaba a barajar las más disparatadas hipótesis sobre el contenido de aquella extraña construcción circular que rodeaba el vestigio, pero entonces la noria era considerablemente más visible que ahora, y lo siguió siendo hasta que elevaron el cerco de hormigón para una protección que, como sucede a menudo, llegó demasiado tarde. Por aquel entonces el enclave respiraba ya un grado de abandono notable: era relativamente fácil encaramarse hasta la misma noria, tal y como hacían todo tipo de criaturas que buscaban refugio para sus actividades menos nobles, mientras la maleza que ha seguido creciendo a sus anchas lo cubría ya todo para darle más misterio a mis aventuras febriles. Conocí mucho después la historia de aquella noria, su construcción en el siglo XVI para el riego de la huerta que se extendía entonces en el entorno y que dio nombre a la calle anexa. Málaga era hace poco más de cuatro siglos, como lo sigue siendo hoy, una ciudad con agua abundante en el subsuelo y aquellos agricultores de este lado del arrabal no dudaron en aprovecharla merced a la construcción de un nuevo ejemplar de este ingenio inventado por los árabes. Sin embargo, para un servidor, la noria de Godino siguió siendo más o menos la de siempre, quizá ahora merecedora de más atención y respeto por mi parte pero en todo caso escenario de los que habían sido mis juegos y relatos soñados, una mole imponente que estaba allí, como caída del cielo o de otro planeta, a destiempo, sin nada que ver con los antiguos edificios de viviendas ni el aparcamiento que la rodeaban, y de la que en cualquier momento podían emanar los monstruos y fenómenos más inverosímiles. Digamos que, en la infancia, cuando uno muestra más inclinación a inventar soluciones improbables y a darlas por buenas, el procedimiento resulta más natural, pero en realidad siempre nos relacionamos así con la ciudad en la que vivimos, sus barrios y sus calles: adjudicamos a toda esa estampa el sentido que consideramos, el que somos capaces de alumbrar, el que nos sale, en virtud de nuestra experiencia, nuestra memoria y otros accidentes. Funcionamos así, contamos historias a tenor de lo que se nos ocurre respecto a lo que vemos, lo mismo para enamorarnos que para hacer política, y actuamos en consecuencia. Si una virtud tiene el patrimonio histórico en este mecanismo es su calidad de objeto preservado, congelado en el tiempo, presente en versiones anteriores de la misma ciudad, como un superviviente que destila cierta extrañeza, un infiltrado fuera de sitio: ante este patrimonio, no tenemos más remedio que reaccionar con imaginación, o con curiosidad creativa, tal vez con ánimo de estudio, nunca de forma pasiva, nunca como si ahí no hubiera nada. Así es como ese patrimonio histórico hace de nosotros mejores ciudadanos, más atentos, sagaces y despiertos. 

El patrimonio histórico es clave en la formación de ciudadanos más atentos, creativos y responsables

Por eso, cuando el patrimonio histórico desaparece sin más, esfumado y abocado al olvido, se van con él todas las miradas creativas, curiosas y atentas de las que ha sido objeto desde su materialización. Generalmente, ante la noticia de un nuevo bien patrimonial destruido, sucede el encogimiento de hombros, el qué se le va a hacer, así es la vida, ya tuvo su tiempo. Pero convendría recordar que eso que desaparece con el patrimonio somos nosotros, ya que el modo en que nuestra relación con nuestra ciudad nos define trasciende con mucho lo anecdótico. Sabemos, ay, que Málaga se ha mostrado tradicionalmente adscrita con naturalidad al olvido, poco protectora de estos vínculos. Sería estupendo que la noria de la Huerta de Godino perviviese en la memoria de otros que habrán de venir como elemento de ese patrimonio que nos invita a ser creativos con nuestras calles y barrios, pero parece que ya es demasiado tarde: la asociación Hispania Nostra la ha incluido en su lista roja de construcciones históricas en riesgo inmediato de extinción, así que, como tantas otras veces, nos tocará ver cómo esta parte del patrimonio se hace polvo hasta la última mota. Sucede, a menudo, que la nostalgia viene acompañada de la desfachatez, y este caso no iba a ser menos: la Diputación provincial de Málaga, titular de la noria y, por tanto, responsable de su protección, se comprometió a su restauración allá por 2016 a tenor de una moción presentada por Ciudadanos en la Comisión de Urbanismo. Pero, bueno, ya sabemos para qué sirven muchas veces las mociones: la Diputación estrenó poco después justo al lado unas dependencias estupendas para actividades educativas y culturales bautizadas como La Noria mientras la auténtica continuaba su lenta degradación. No ha habido desde entonces más que silencio, pero siempre pueden tener las administraciones públicas su conciencia tranquila dado que la noria de verdad no cuenta con ningún nivel de protección patrimonial. Como si se tratara de eso. Como diría Francisco de la Torre, para qué les vamos a pedir soluciones si los otros tampoco las tienen.

Todo lo relacionado con la protección se percibe aquí aún como un problema, nunca como una oportunidad

Lo más curioso es el modo en que en esta ciudad de los tres mil años de las narices todavía se percibe todo lo relacionado con la protección del patrimonio histórico como un problema, un incordio, algo resuelto a hurtadillas y de mala manera, un freno al desarrollo, nunca como lo que es: una oportunidad, un valor tremendo para el reconocimiento de Málaga más allá de los términos de combustión habituales, una ocasión para otra proyección, otro turismo y otra forma más responsable con la que los malagueños podrían relacionarse con su ciudad. Cada puñetera piedra que sale a la luz es un lastre, una mala noticia. Pero bueno, ánimo: ya falta poco para que no quede ninguna. 

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios