Málaga: después del desánimo

Calle Larios

La ciudad se muestra más inhóspita e ingrata a una población condenada a la soledad y la exclusión, desprovista de recursos y de aliados de los que echar mano, pero nada de esto saldrá gratis

Málaga, ciudad de progreso

Tentativa de desahucio, el pasado viernes, en la calle Rodríguez de Berlanga. / M. C.

Entro al supermercado del barrio, en Fuente Olletas, y voy a tiro fijo: me hago con tres o cuatro bultos a toda prisa y me dirijo a la caja a pagar. Son las tres de la tarde y el establecimiento está prácticamente vacío, o eso parece, siempre queda algún solitario rezagado en busca del avituallamiento para un almuerzo demasiado tardío. Solo una de las cajas está operativa. Un joven va pasando con celeridad los productos que acaba de dejar otro cliente en la cinta mientras le abre el par de bolsas solicitadas. Reparo entonces en una mujer mayor que habla con el cajero, de pie junto a él. Es una señora de cierta edad, alta, pálida, con un tinte anaranjado en el pelo ya en avanzado desgaste, gafas redondas, vestido estampado y mirada perdida. En realidad, es ella la que habla prácticamente todo el tiempo mientras el joven, sudoroso a pesar del aire acondicionado, en plena refriega, cómo puede hacer tanto calor a mediados de octubre, asiente de manera periódica. Llega mi turno, dejo las cosas en la cinta y escucho la voz grave y ligeramente plateada de la mujer: “Está la cosa fatal, ya lo creo. Yo perdí a mi pareja el año pasado. Y se me quitaron las ganas de vivir. Así te lo digo. Para mí, está todo podrido”. El cajero le da la razón mientras pasa los códigos de mi compra por el lector. Ahora hay detrás de mí otros cuatro o cinco clientes. No sé de dónde han salido, de verdad que el supermercado parecía vacío hace cinco minutos. Advierto la presión en el rostro del cajero. Sonrío con amabilidad. Él responde a la mujer con más amabilidad aún y mucha más paciencia: “Es verdad, todo está muy difícil, pero hay que seguir luchando, no hay más remedio”. “Ya no sé, ya no sé”, responde la mujer. Y continúa: “Si hasta he intentado quitarme de en medio”. “Eso no, mujer, eso nunca”, responde el cajero, y reparo entonces en todo lo que quienes se dedican a su oficio tienen que escuchar cada día, toda la atención que se ven obligados a prestar, todo el tiempo que deben dedicar a tantos que consideran que están ahí para eso. La mujer continúa: “Mi compañera me ha quitado la soga del cuello ya más de una vez. De no ser por ella, no estaría aquí”. Y el cajero le contesta: “Pues ya tiene usted un motivo por el que luchar: su compañera”. Mientras tanto, yo me las he apañado para cargar con los bártulos sin pedir bolsa, sacar mi libreta de apuntes y un bolígrafo de mi bolso y tomar nota de la manera más discreta.

Panorámica de la Ciudad del Paraíso. / Javier Albiñana

Solo unos días después soy testigo de una tentativa de desahucio muy cerca, en la calle Rodríguez de Berlanga. Hay numerosos agentes de la Policía Nacional que cierran el acceso a la calle esta mañana, portavoces del Sindicato de Inquilinas y de la asociación Techo por Derecho y un grupo de vecinos que no deja de crecer. Una vecina de 65 años, conocida en el barrio como la Tita Mari, con un hijo dependiente a su cargo y una pensión de seiscientos euros, ha sido condenada al desalojo a manos de un fondo de inversión que ha adquirido su vivienda. Su única alternativa es la calle, la Tita Mari no tiene a donde ir ni puede permitirse otro alquiler. Algunos de estos portavoces negocian con los ejecutores una solución in extremis. Hay algún instante de tensión, pero la actitud de los manifestantes es en todo momento pacífica. Finalmente, se acuerda un aplazamiento de dos meses para el desahucio. Entre los presentes cunden las expresiones de indignación y un mensaje común: “dentro de dos meses nos veremos aquí de nuevo”.

Hay candados de viviendas turísticas amontonados en prácticamente todas las rejas y portales, como en una humanidad ausente

Unas horas más tarde escucho a un par de calles de distancia, en dirección a la Plaza de Capuchinos, una conversación entre otras dos vecinas. Hablan sobre un hombre que duerme cada noche en un banco frente a su portal. El hombre no tiene al parecer a dónde ir y ya no le dejan entrar a los bares cercanos, con lo que termina haciendo sus necesidades en la misma calle, con más o menos discreción. Las vecinas, también entradas en años, de caminar lento pero pulso firme, parecen hartas de la situación, aunque en su charla se muestran comprensivas con el individuo: “Alguien debería hacerse cargo de él”, dice una. “Pero si cada vez hay más gente en la calle, los que se encarguen de atender a gente como él ya no darán abasto”, responde la otra. Continúo mi camino, alcanzo la Cruz Verde y un par de esquinas más allá me interno deliberadamente en la calle Jinetes, por donde hace mucho ya que no paso. La encuentro solitaria y algo abandonada: aquí también huele a la orina de algún transeúnte. Hay candados de viviendas turísticas amontonados en prácticamente todas las rejas y portales y un ambiente algo distópico, como de ciudad abandonada, de humanidad ausente. Uno de los portales se abre tras de mí. Sale una camarera de piso con un montón de sábanas y toallas estratégicamente distribuidas en numerosas bolsas que lleva como puede, ayudándose de un enclenque carrito metálico. La mujer, de entre cuarenta y cincuenta años, bajita, tez oscura y ceño fruncido, sale pitando a toda velocidad en dirección a su siguiente tarea. Y pienso entonces en que Málaga es una ciudad cada vez más ingrata, más desagradable e inhóspita; pero lo es, ciertamente, para una población estancada, cada vez más sola, empujada a la exclusión, con menos recursos para salir adelante y menos aliados de los que echar mano. Una ciudadanía para la que buena parte de los derechos fundamentales constituyen tanto una quimera como una traición. Y, la verdad, es mejor olvidar la supuesta historia de éxito de la que hablan otros. Porque, de lo contrario, sería una rabia profunda la que tomara el relevo del desánimo.

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