¿Tú eres de Málaga?
Calle Larios
Volvamos entonces a la cuestión de la identidad, a qué significa pertenecer a esta ciudad: nada seguramente, en todo caso muy poco, apenas un accidente del que uno añora todavía sentirse parte
Málaga: solo son árboles
La semana pasada participé en un festival literario celebrado en Málaga junto a un buen puñado de escritores llegados de distintos lugares de España. En las presentaciones, los corrillos, alguna cena a la que nos llevaron y demás ocasiones, la pregunta era recurrente: ¿Tú eres de Málaga? Y yo, pues sí, ya veis, ¿naciste aquí?, sí, ¿vives aquí?, también, es lo que hay, formo parte de la cuota local. Casi de inmediato caían las alabanzas a la ciudad, a lo bien que se está aquí, si te parece que esto es hacer frío deberías venir a mi pueblo, residir en Málaga es una suerte, aquí tenéis de todo, y yo, claro, bueno, tampoco faltan las cuestas arriba, no todo es agradable, como en todas partes, me advertían, por supuesto, como en todas partes. Siempre me ha llamado la atención el modo en que las identidades se muestran de manera rotunda de puertas afuera y tienden a diluirse de puertas adentro. La cuestión es que estoy escribiendo estas líneas pocas horas de un terremoto que ha sentido todo el mundo y yo no he sentido nada. Y creo que esta excepción define bien mi manera de ser malagueño. O, por lo menos, lo hacía hasta hace un tiempo. Siempre he envidiado, al menos en cierto grado, a los amigos que viven su identidad malagueña con una firmeza contrastada, con una pasión, digamos, visible, expresada en su participación en diversas tradiciones, por ejemplo. A menudo hablaba de esto con Eugenio Chicano, yo admiraba su actividad incesante en la Málaga popular, ya saben, la Semana Santa, los verdiales, el flamenco, las peñas, todo eso, todo eso que le chiflaba. Él quiso verme ahí, me pidió que escribiera y pronunciara pregones a sus carteles de Semana Santa y lo hice, con la mayor verdad, porque era mi amigo hasta ese punto. Pero siempre me he sentido observado en esos trances como el invitado exótico, como la oveja negra, porque eso era yo exactamente. Soy de Málaga, sí, pero nunca me he sentido especial por eso, ni inclinado a determinadas costumbres. He construido mi identidad a través de otros andamiajes. En realidad, todavía estoy en ello. Ahora sé que no terminaré nunca.
Que mi identidad como malagueño no haya significado nunca para mí gran cosa no quiere decir que no ame a esta ciudad. Muy al contrario: la he amado hasta cometer verdaderos disparates por ella. No me siento solo en esto, a otros muchos malagueños les pasa lo mismo, igual que a otros muchos sevillanos, madrileños o lisboetas. Hay gente por ahí convencida de que ha venido al mundo para estar de paso, como recomendaba Séneca, con lo que no importa demasiado dónde arraigues y dónde arraigaron nuestros padres por nosotros. Pero eso nunca quiere decir que a uno le resulte indiferente el lugar donde nace o donde vive. Eso sí, yo he amado a Málaga como a una madre: soportándola a veces, a pesar de sus delirios, cansado de sus desmanes, con ganas de irme a otra parte. Durante un buen tramo de mi juventud, Málaga representó para mí lo más cercano a una cárcel. Y, sí, estuve a punto de largarme. No lo hice al final, formé aquí mi familia y mi casa y aquí nos quedamos. Y estoy convencido de que tomamos la decisión correcta.
Disculpe el lector el tono terriblemente narcisista de este artículo. A veces, para escribir sobre Málaga hay que escribir sobre uno mismo. Porque supongo que, al final, Málaga es esa ciudad que cada uno se hace a título personal. Pero, si queda algún lector a estas alturas del párrafo, me gustaría contarle que ahora, cuando ya alcanzo una edad, cuando mi hija tiene claro que se irá el año que viene a estudiar a otra ciudad, cuando el tiempo empieza a significar algo cada vez más tenebroso, cuando el carcamal que seré ya asoma y me pongo estúpidamente melancólico a la primera de cambio, siento a menudo la necesidad de ser de aquí de algún modo más concreto, de pertenecer con más determinación. Porque con Málaga me sucede como con mi padre: cada día que pasa me parezco más a él, y eso me aterra. Pero ahora que estaría dispuesto a claudicar por un plato de lentejas, a comprar todas las motos y ponerme todas las pegatinas con tal de sentir que ser de aquí se parece a volver a tu casa (hace unos días un amigo me invitó a ir con él a la Rosaleda a ver al Málaga y estuve a punto de decirle que sí, maldita sea), ahora, digo, resulta que la ciudad se ha ido, mierda, que ya no queda Málaga apenas, o muy poca. La ciudad que paseé con mi padre ya no existe. Mi padre no va a volver, y Málaga tampoco. No hay manera de echar raíces en este parque temático recauchutado, pensado para turistas con pocos escrúpulos. Los pocos lugares en los que he podido sentirme malagueño a mi manera, a mi gusto, lejos del discurso oficial pero malagueño, no menos que nadie, desaparecieron ya, cerraron, víctimas de la especulación inmobiliaria o de una voracidad idiota que se lo ha llevado todo por delante. Hay cierta fatalidad cuando el tiempo decide salirse del compás: la Málaga de mi juventud me dio igual durante demasiado tiempo y ahora que echo de menos cierta pertenencia, un posible acogimiento puesto fuera de duda, Málaga me invita a tomarme una pinta en un pub irlandés de pega que pasado mañana habrán convertido en otra tienda de souvenirs. Así son las madres, supongo: en el fondo, nunca están cuando se las necesita.
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