Cultura

Amar al monstruo

  • 'La Bella y la Bestia' es, además del musical que llega ahora a Málaga, un relato popular de raíces grecolatinas

Si hasta hace no mucho uno no podía más que lamentarse del páramo que constituían los veranos en Málaga en lo que a cultura se refiere, conviene dar cuenta a estas alturas de lo contrario. En este mes de julio conviven y han convivido en la capital el Terral, el Festival de Música Antigua, distintas ofertas teatrales (desde los micros hasta las azoteas), el ciclo por los distritos de Concerto Málaga y el Cine Abierto, entre otros atractivos, sin mentar los museos; a nivel provincial, basta apuntar el Portón del Jazz de Alhaurín de la Torre y el Festival Ojeando para dar una idea en cuanto a consolidación y calidad de las propuestas. Ahora, por si fuera poco, el Teatro Cervantes, se dispone a prolongar la temporada bastante más allá de lo habitual con uno de esos espectáculos que cuentan sus funciones por llenos (crucemos los dedos, no obstante): el musical La Bella y la Bestia podrá verse en el primer escenario de la ciudad desde el próximo 19 de julio al 4 de agosto con la abrumadora producción de Stage Entertainment, fiel en cuanto a puesta en escena al hermano mayor que en Broadway pulverizó todos los records de recaudación. Se trata, así, del mismo montaje que ya han visto en todo el mundo 35 millones de personas, y que ahora llega a Málaga para sentar un anhelado precedente: el año que viene será otro musical de altura, Los Miserables, el que venga a animar la temporada estival.

Basado en la película de Disney de 1991, La Bella y La Bestia reúne todos los ingredientes necesarios para hacer las delicias de los amantes de los musicales: la partitura de Alan Menken (ganador del Oscar a la mejor música original y a la mejor canción), las letras de Tim Rice, una deslumbrante escenografía, un reparto protagonizado por Ignasi Vidal (verdadero talismán del género musical en España, que también estará en Los Miserables) y Talía del Val, un equipo artístico de casi cuarenta miembros entre actores, cantantes, bailarines y músicos (entre ellos los niños Martina Vidal, Claudia Montiel y Marcos Montiel, seleccionados mediante un casting celebrado en el mismo Teatro Cervantes el mes pasado) y un inmenso engranaje, en fin, coordinado y dirigido al milímetro por Glenn Casale. Cantarines empedernidos, poseedores de lacrimales excitados y creyentes acérrimos de que la belleza está en el interior tienen así una cita ineludible este verano en Málaga; y en el Teatro Cervantes, además, se está fresquito.

A quienes se dispongan a ir, sin embargo, más allá del camión de azúcar que sirve en bandeja el musical, se les presenta una oportunidad única para recordar (y hasta profundizar, que hay gente para todo) uno de los cuentos más antiguos, hermosos, significativos y representativos de la tradición cultural europea. Despojado de sus edulcoradas connotaciones actuales, La Bella y La Bestia es un relato que hunde sus raíces en la mitología grecolatina y que define como pocos la condición humana, especialmente en la dificultad quimérica de conciliar pasión y criterio, deseo y razón. En pocos casos dentro de la historia del Postmodernismo el mito ha terminado deviniendo en cultura popular con tantísima fortuna; tal vez ello se deba a la universalidad de las ideas y argumentos que aborda.

La referencia bibliográfica más conocida y extendida de La Bella y La Bestia esel cuento infantil escrito por la autora francesa Jeanne-Marie Leprince de Beaumont y publicado por primera vez en su colección Magasin des enfants en 1756. La película de animación de Walt Disney, dirigida por Gary Trousdale y Kirk Wise, así como el musical que llega ahora a Málaga, se basan fundamentalmente en este relato; sin embargo, Beaumont se limitó en gran medida a adaptar y reducir otra versión de la misma historia que había publicado en 1740 Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve, dentro de otra colección de cuentos. Esta narración precedente es, además de mucho más extensa, bastante menos infantil y más tenebrosa: presenta a Bella como la hija de un hada malvada y de un rey que, para protegerla, se hace pasar por comerciante en medio de una feroz guerra. Beaumont presenta al padre directamente como probo mercader en un entorno mucho más idílico, en el que la figura de La Bestia remite a épocas perturbadoras y olvidadas. En cualquier caso, ambas versiones responden al afán ilustrado de preservar el folclore europeo mediante colecciones de cuentos, un empeño que tuvo en los Hermanos Grimm su estandarte definitivo.

Ya en 1697, sin embargo, Charles Perrault había incluido en sus Cuentos de la mamá ganso una adaptación de la considerada primera versión escrita de La Bella y La Bestia, la que incluyó Giovanni Francesco Straparola en su libro Le piacevoli notti en 1550. Sin embarbo, para llegar a la verdadera raíz de la historia habría que remontarse al siglo II y al escritor latino Apuleyo. Éste incluyó en su celebérrima novela satírica El asno de oro (a la que tituló originalmente Las Metamorfosis, como hiciera Ovidio) otro relato a modo de interpolación cervantina, Eros y Psique, que refleja en un tono filosófico los obstáculos a los que debe hacer frente el alma (psique) para alcanzar el amor, trasunto de inmortalidad (eros). En este relato, Afrodita, celosa de la belleza de Psique, envía a su hijo Eros (Cupido en la mitología latina) para que le lance una flecha impregnada de un sortilegio, por el que Psique caería enamorada de la criatura más horrible que encontrase. Eros, sin embargo, se enamora de Psique, por lo que decide no atentar contra ella. Ambos viven un romance secreto y, a pesar de que Eros mantiene su rostro oculto, Psique le descubre con una vela y Eros pierde su belleza por la maldición de Afrodita. Psique emprende después su búsqueda y llega al Hades, de donde regresa con la belleza de Eros. El cuento aúna elementos del culto griego a Isis, el canon órfico, el pensamiento pitagórico y buena parte del ideario sobre el amor, la belleza y el conocimiento que comparte Europa desde el origen de su civilización.

Mención aparte merece la adaptación cinematográfica filmada por Jean Cocteau en 1946: tal vez la más certera aproximación a a este espejo de poesía y verdad.

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