Bob Dylan en Fuengirola

Voz y palabra de un canto rodado

  • Sin concesiones a la leyenda ni a la galería, Bob Dylan reivindicó su monumental aportación a la historia de la música con un concierto inolvidable en Fuengirola plagado de himnos certeros

Una imagen del concierto de Bob Dylan con su banda, en Granada, en 2015: los medios gráficos tuvieron este jueves el acceso denegado a la actuación en Fuengirola.

Una imagen del concierto de Bob Dylan con su banda, en Granada, en 2015: los medios gráficos tuvieron este jueves el acceso denegado a la actuación en Fuengirola. / Pepe Villoslada

Ya una hora antes del concierto, el entorno del Castillo de Sohail de Fuengirola, reconvertido en el Marenostrum Music Castle Park (creo que he puesto las palabras en el orden correcto: todo sea por ponerle nombre a un auditorio sacado de donde antes no había nada) se revelaba este sábado agitado por una afluencia notable, que delataba una comparecencia predominante del turismo residencial de la Costa del Sol. Después, conforme avanzaron los minutos, el mapa humano se fue equilibrando merced a la llegada de dylanianos de pro de diversos orígenes, malagueños muchos, otros tantos llegados de diversos rincones de la Andalucía oriental, en todo caso comulgantes de una media de edad con tendencia a los cincuenta, entre la que se adivinaba, no obstante, quién estaba hecho todo un experto en esto de los conciertos de Bob Dylan y quién se disponía a disfrutar de la leyenda en directo por primera vez. El único precedente al respecto en la provincia era el recital que ofreció el de Duluth hace justo veinte años en la Plaza de Toros de la capital, donde un entusiasta Andrés Calamaro ejerció de telonero. Por entonces, Dylan gozaba aún de las mieles del éxito y del reconocimiento unánime de la crítica que atesoró su Time out of mind del 97; ahora, el Premio Nobel de Literatura continúa su Gira interminable sin tener que demostrar nada, pero quien esperara en el concierto de Fuengirola un ejercicio de autocomplacencia y de concesión fácil a la leyenda se llevó una sorpresa de órdago. El público encontró un músico vivo y pleno a sus casi 78 años, que brindó algunas de sus aportaciones fundamentales a la historia de la música y otros himnos más recientes no menos certeros con una actitud poderosamente anclada en el presente. Todo sin admitir el acceso de los fotógrafos de prensa en el recinto, dentro de la lógica del músico contraria a la galería, incluso aunque de la recogida de un Premio Nobel se trate.

Sin más retraso que el ocasionado por los escasos minutos de cortesía, Dylan compareció en escena al piano y ordenó con un gesto que se hicieran luz y música. El recinto se quedó finalmente sin llenar, un relativo chasco en el que han podido tener que ver tanto el elevado precio de las entradas como la celebración de otros conciertos en ciudades cercanas dentro de la nueva gira española. En todo caso, Dylan no se dirigió al respetable ni una sola vez, ni siquiera para saludar, y cabía la consolación en la idea de que el genio habría mostrado el mismo calor ante un lleno absoluto. A cambio, lo que aconteció ante los allí reunidos fue una depurada, medida, limpia y generosa manifestación del noble arte de la música en directo. Things have changed, la canción de la banda sonora de Jóvenes prodigiosos por la que Dylan ganó el Oscar en 2000, permitió ya el disfrute del buen hacer de Charlie Sexton a la guitarra, Tony Garnier al bajo y especialmente Donnie Herron al violín y demás instrumentos con los que se convirtió en el segundo héroe de la noche; por no hablar del resto de la banda, un portento de equilibrio, afinación y precisión bendecida por una abrumadora calidad técnica en la ejecución del sonido. Después se produjo un viaje a hace casi seis décadas con It ain’t me, babe, que ya despertó sentidos suspiros de aclamación entre el público, en una lectura bien transformada que hizo justicia a una de las baladas más hermosas jamás compuestas por Bob Dylan. Buena parte de la baraja quedó ya expuesta boca arriba: sabíamos que el protagonista había optado por desdeñar para su nueva gira las versiones de Frank Sinatra y otros clásicos de sus últimos discos a favor de su propio repertorio, con revisiones tan elaboradas (otra seña marca de la casa de la Gira interminable) que al público le cuesta a menudo identificar las canciones hasta bien entrado el estribillo; pero Dylan se ofreció a sí mismo sin ápice de nostalgia, revelando en qué medida sus versos hablan, también, del siglo XXI. Por cierto, Dylan cantó, de verdad, mucho más firme y entero de lo que algunos esperaban, y demostró así que su aventura con el cancionero de Frank Sinatra ha dado los frutos deseados en lo que a confianza y técnica se refiere.

El público recibió ‘Like a rolling stone’ como un sueño cumplido: al cabo, estábamos allí

Siguieron así otras cimas como Highway 61 revisited y una conmovedora Simple twist of fate (los versos Pushed the window open wide / felt an emptiness inside sonaron con una verdad arrolladora) antes de Dignity, el descarte de Oh mercy que, con paradoja o sin ella, prodigó uno de los momentos álgidos del concierto. Siguieron otros himnos dispersos y bien apurados, como el When I paint my masterpiece que Dylan compuso para The Band en el 71, Honest with me y Tryin’ to get to heaven; pero Dylan mostró especial empeño en convencer al respetable de que su legado no se detiene ni mucho menos en el siglo XX. Con especial brillo lucieron los temas extraídos de su último álbum con canciones propias, el Tempest de 2012, con una hermosa Scarlet Town, el corrosivo y directo gancho que Dylan lanza a la clase política en Pay in blood y Early roman kings, además del Make you feel my love de Time out of mind. Canela en rama.

El éxtasis, sin embargo, cundió entre el público con Like a rolling stone, que buena parte del aforo recibió como un sueño cumplido y de la que poco se puede decir salvo que se estuvo allí. Don’t think twice, it’s all right remitió por primera vez al Freewheelin’, antes de otro viraje a Time out of mind con Love Sick (implagable en su afinidad al blues más pegado al filo del cuchillo) y de Thunder on the mountain y Soon after midnight. Antes de los bises, el lento tren llegó con Gotta serve somebody, que habría bastado para llenar el concierto por sí solo. Menudo dardo lanzado desde 1978 al siglo XXI: ya sea al Señor o al Diablo, siempre tenemos que servir a alguien. El non serviam era un bulo.

Y para los bises, sí, una remozada Blowin’ in the wind, antes de la despedida final con It takes a lot to laugh, it takes a train to cry. El remozado era lo de menos: tres acordes siguen bastando para preguntarse si no ha muerto ya demasiada gente. Respondan a la esfinge.

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