Cultura

El 'ready made' cumple cien años

  • Hace un siglo, Duchamp ensambló su primer objeto encontrado, 'Rueda de bicicleta', con el que venía a decir que no hay que buscar el arte fuera de lo cotidiano, sino romper la lógica del día a día

Un día de 1913, no consta fecha exacta, un joven francés de 26 años desmontó la rueda de una bicicleta, la instaló con su horquilla sobre un taburete y colocó el insólito objeto en el fondo de su estudio. No era ya el estudio de un pintor, porque en el otoño de 1912 el muchacho había tomado dos decisiones. La primera, abandonar la profesión de artista. Se ganaría la vida trabajando en una biblioteca pública (la de Sainte Geneviève, en París). Al arte dedicaría, con intensidad, su tiempo libre, aunque lo ocupaba más en pensar que en hacer, porque -y era ésta su segunda decisión- no volvería a pintar. En esta encrucijada de reflexión y búsqueda -qué hacer en esa época que mereciera el nombre de arte- Marcel Duchamp fabricó La rueda de bicicleta. Años después dirían que fue el primer ready made y de continuar su estela se reclamarían las obras de Andy Warhol, las propuestas musicales de John Cage o los trabajos del arte conceptual. Pero todo esto ocurriría mucho después: cincuenta años más tarde. En el incierto 1913, Duchamp sólo rastreaba posibilidades, las ensayaba para sí, a solas en el estudio.

Porque en primera instancia aquellos raros objetos no fueron a ninguna exposición. Ni La rueda de bicicleta ni Farmacia -estampa convencional de un paisaje que aún lo era más a la que añadió dos manchas de color y su firma- ni El Erizo, un artilugio formado por aros metálicos concéntricos que servía para poner a secar botellas. Duchamp lo adquirió en un gran almacén y lo llevó, como insólita escultura, a su estudio. Ninguno salió de allí ni se mostró en público. Eran sólo materia de discusión con algunos, muy pocos, artistas amigos.

¿Qué buscaba Duchamp con semejantes objetos? Lo dice con un extraño aforismo "¿Se pueden hacer obras que no sean de arte?". La paradoja respondía a una exigencia sentida por el arte desde tiempo atrás. Courbet había llevado a un cuadro, tan grande como los que narraban historias heroicas, un entierro en un pueblo de poco más de tres mil habitantes; Flaubert es candalizó a Francia narrando los amores adúlteros, no de una reina, sino de una joven pueblerina, Baudelaire incluyó en sus poemas palabras vulgares como persiana, quinqué o dobladillo, y Manet había cometido el desmán de trazar un paralelo entre las antiguas Venus y una prostituta del barrio de Les Halles. Todas esas iniciativas apuntaban en la misma dirección: conectar el arte con la vida. Esta había cambiado radicalmente: la ciudad había perdido los rasgos románticos: cercada por fábricas, cuyas sirenas relevaban a las campanas para marcar las horas de trabajo y las de descanso, alojaba a una multitud anónima definida por la mercancía y la burocracia del nuevo Estado liberal. ¿Qué tipo de arte, más allá de ilusiones y consuelos, conectaría con este nuevo modo de vida?

La pintura aceleró esta búsqueda separándose de los recursos tradicionales: abandonó el claroscuro desde el impresionismo, quebrantó la perspectiva con Cézanne y en 1910, Braque y Picasso incorporaron al lienzo trozos de periódicos y papel usado para cubrir las paredes. Picasso llegaría más lejos en 1912 con una escultura hecha con material de desecho, Guitarra, cuya alma no era sino una lata de mermelada.

El intento de Duchamp no surge pues de la nada. Brota en los remolinos de la corriente del arte moderno pero lo hace con especial lucidez: no hay que buscar el arte fuera de lo cotidiano, sólo hace falta romper la lógica que gobierna ese día a día. El botellero, convertido en Erizo, pierde su utilidad y se presenta como un objeto absurdo (puesto que ya no sirve para nada) y así, tal vez haga pensar cuál es nuestro modo de vivir. Un leve desplazamiento, si saca al objeto de su lógica, puede dar que pensar. Para hacer eso además, el artista no precisa destreza técnica o habilidad manual: sí necesita ideas. En cuanto al espectador, el arte no le ofrecerá el gozo momentáneo de la retina, le sugerirá en cambio cuál es su mundo y cómo lo empuja a instrumentalizar todo. Lo hará además sin dar lecciones, casi de soslayo y con suave ironía.

Cuatro años después del solitario experimento de La rueda de bicicleta, Duchamp decidió hacer pública su propuesta y llevó a una exposición colectiva, en Nueva York, La Fuente, un urinario colocado del revés. El jurado lo rechazó y él pudo explicar la intención del ready made con la fotografñia de un autor consagrado, Stieglitz, y desde las páginas de una modesta revista que pese a estar dedicada al arte se titulaba The blind man, El ciego. Indicaba con ello quizá que el arte, como más de cuatrocientos años antes había dicho Leonardo da Vinci, era sobre todo cuestión de pensamiento, cosa mentale.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios