En el otoño del 82, con el felipisimo en rampa de lanzamiento y el lema Por el cambio, en el seno de TVE hubo polémica por la prevista programación de la película Las muchachas de azul en plena campaña electoral. No había nada detrás. Un nombre que parecía por entonces nostálgico (por la Falange).

La amable comedia de 1957 de unas jóvenes dependientas de unos grandes almacenes, Velvet profético, se pospuso para unos meses después. Cualquier emisión de cine, cuando sólo había cadena y media, era seguida con pasión por el país, como había pasado sólo unos meses antes con la serie Verano Azul. Por entonces nadie relacionó el adjetivo con ninguna tendencia ni partido. Aquella obra de Antonio Mercero era un mosaico social de unos adultos, de distinta clase social e ideología, que parecían no estar preparados para criar a sus hijos que tenían como mejor modelo a un pintora bohemia y a un anciano que estaba amenazado por una constructora para quedarse sin casa. La vida misma.

La grandeza de Verano Azul es que retrata la España de finales de los 70 y parece que sigue retratando a las generaciones que han ido sucediéndose. En cada visionado es descubierta por muchos jóvenes y niños. Mantiene el pulso.

El PP ha querido apropiarse de un señuelo cómplice y facilón con lo de “Verano Azul”, con burla, frente a la cuestionable fecha electoral emplazada por Pedro Sánchez. Esta campaña del PP es una ocurrencia como todas esas de Podemos, Vox y del propio PSOE que nos han venido dando la tabarra a lo largo de estos años. En España estábamos sobrados de colores y calificaciones y en el voto de cabreo del pasado mayo hubo mucha petición de seriedad, de responsabilidad, de gestión, de sensatez y, sobre todo, mucho respeto a España. Nuestro país no necesita ni rojos ni azules. Necesita políticos.

Y utilizar el nombre de una serie que son de esas cosas que realmente nos ha unido a todos los españoles es una ocurrencia que nos hace pensar sobre si pasamos de Málaga a Malagón.

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