Brindis al sol
Alberto González Troyano
Vieja y sabia
Envío
Desear fríamente la muerte al enemigo personal o político ha sido siempre un límite, una frontera que sólo puede transgredirse previo reconocimiento, con o sin espejo, de ser un canalla. Por eso el lenguaje se ha llenado de expresiones que, en medio de la indignación o incluso del odio, procuran salvarnos: "Yo no le deseo mal a nadie, pero…". Si la hombría de bien no permite esa rotura de diques, ¿qué hemos de decir cuando la saña insaciable e inextinguible se lleva mucho más allá de la muerte y empuja a los así endemoniados a violentar tumbas, profanar cadáveres y hasta exponerlos a la pública ignominia?
Quizá el ejemplo más bestial en la historia de España sucedió hace más de un milenio, cuando Abderramán III, poco antes de proclamar su califato, en 928, penetró por fin en Bobastro, junto a la malagueña villa de Ardales, fortaleza desde la que el gran enemigo de los Omeya, Omar ben Hafsún -Samuel tras su bautismo- había puesto en jaque a la dinastía durante décadas y hasta su muerte. Abderramán ordenó la exhumación del rebelde y mandó que sus restos y los de dos de sus hijos, transformados en muñecos macabros, fueran crucificados y expuestos en Córdoba durante años. No había pasado un siglo cuando, no sólo el cadáver del propio Abderramán, los de todos sus ancestros y descendientes, fueron aventados en el curso de las grandes revueltas que dieron al traste con el califato cordobés. Ni una sola de sus sepulturas ha llegado hasta hoy.
José Antonio Primo de Rivera fue fusilado con 33 años tras una pantomima judicial y enterrado boca abajo por sus asesinos, muestra estremecedora de esa saña que no se satisface ni con la aniquilación. El pasado lunes, cuando se cumplían 120 años de su nacimiento, bajo pretextos que sólo se comprenden con el filtro del odio inextinguible, sus restos fueron sacados del lugar en que reposaban pacíficamente desde hace décadas, sin que en torno a ella se produjera jamás incidente alguno. Quienes hoy, a casi noventa años de la Guerra Civil, siembran vientos de revancha y avivan sentimientos de rabia, creyéndose a resguardo de futuras tormentas, no saben lo que hacen. Los tiranos y prepotentes no son dueños del futuro, los sectarios se hacen aborrecibles, los profanadores de sepulturas a menudo cavan las propias o reciben de la Historia el juicio que aún hoy reserva a la fiera venganza del califa.
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