Siento si decepciono a alguien. No vengo a despellejar a Piqué ni a ponerme de su parte. No vengo a demonizar las maneras de Shakira ni a encumbrarlas. No tengo que elegir y no voy a elegir. Por más que a través de debates, memes y posts de salud mental la canción de la colombiana polarice conversaciones, no voy a invertir mi columna en sus problemas de primer mundo. Pero sí voy a escribir mi canción, aunque Bizarrap no me conozca ni vaya a hacer nunca una sesión conmigo. Yo prefiero la sesión de diván, la de la hora golfa o una de fotos.

Si yo tuviera hijos, me gustaría escribir canciones que, cuando las oyeran, les hicieran sentir orgullosos de su padre. Si yo fuera un reloj, sería más Casio que Rolex. Querría vivir en brazos de carne y hueso, no bajo el yugo de ir exhibiéndome continuamente para que todos vean mi lujo. Preferiría ser algo que ofrezca a su dueño, asépticamente y sin aspavientos, la información que se me presupone, dar la hora, y no ser un objeto de presunción, un arma arrojadiza del exhibicionismo. Pero es que, además, sucede que yo nunca querría ser un reloj, ese pequeño infierno del que hablaba Cortázar ("No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj").

Si yo fuera un coche, sería más Twingo que Ferrari. Se sentarían en mi asiento culos más humanos que de gimnasios pijos. Olería a historias del día a día, no al ambientador de la opulencia. Sonaría en mi interior música variada, historias que serían la banda sonora de las vidas normales, no los sones comerciales de turno, y a decibelios impropios de tímpanos cuerdos. En mi maletero habría patines, balones, ropa para un fin de semana en la playa; y soy tan inculto en lujos de alta gama que no sé si los Ferrari tienen maletero y, si es así, solo se me ocurre que lleve cosas que omitiré por no herir sensibilidades . Pero es que, además, sucede que ni siquiera tengo coche (es más, solo lo echo de menos a ratitos).

Si yo fuera una mujer que tuviera que elegir entre llorar y facturar, no elegiría; haría las dos cosas. Validaría mi dolor soltando en cada lágrima toda esa rabia que tanto daño hace si se queda dentro, que ya nos han lastimado bastante de pequeños convenciéndonos de que llorar es malo. Y validaría mi derecho a que mi lamento, canalizado a través del arte de escribir canciones, haga clinclincaja. Los músicos, cuando están bien, se van de cañas con sus colegas; cuando les va mal, hacen discos.

Y si yo escribiera para desfogar mi rabia, no sé cómo sería mi canción. Nacería de un sentimiento en caliente que, bien enfocado desde el dolor o desde el ego, sería el resultado de cómo me sentiría entonces, no ahora, tumbado en el sofá escribiendo este artículo, sin necesidad de mandar ningún recado a nadie ni odiando a quien me hizo daño.

PD: Si yo tuviera que cantar una canción para llorar mi pena, no sería un reguetón ni ninguno de sus subgéneros. Me buscaría guitarra y violín, instrumentos que saben llorar muy bien. O una batería en la que aporrear la rabia. Y ni loco recurriría al autotune; dejaría que mi voz cristalizara todos esos fantasmas que exorcizar. Pero, claramente, a mi canción nadie le haría ni Casio.

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