Jorge Hernández Mollar

Pactos de Estado

La tribuna

ES siempre alentador para el ciudadano que nuestros representantes públicos alcancen acuerdos para mejorar su calidad de vida y especialmente para enfrentarse a problemas que están muy por encima de la lucha política del día a día para mantenerse o conseguir el poder.

Varios ejemplos de pactos muy positivos para nuestra nación han sido los Pactos de la Moncloa que trajeron un aire fresco en la forma y estilo de gobernar después de décadas de años de dictadura y representaron una importante inyección de confianza para la estabilidad y el desarrollo político, económico y social de España; el pacto contra el terrorismo que supuso un gran avance para estrangular financiera y políticamente a la banda asesina ETA y a quienes la jalean; el pacto de Toledo para la sostenibilidad de las pensiones o el reciente pacto de gobernabilidad en el País Vasco, que ha supuesto un aliento de esperanza y de normalización constitucional en un territorio donde la libertad y la seguridad no estaban garantizadas para sus ciudadanos desde hacía décadas.

En el lado opuesto cabría citar al pacto antitransfuguismo que no ha arraigado en la cultura y praxis política de los partidos, inmersos la mayoría de las veces en el día a día por la conquista del poder municipalista, y el esperpéntico pacto del Tinell que tanto daño ha originado no sólo a las relaciones entre los dos grandes partidos, PP y PSOE, sino, lo que es peor aún, a la gobernabilidad y equilibrio territorial del Estado.

Todo hace pensar que el actual clima político no favorece una hoja de ruta que permita grandes consensos para salvar las importantes distancias que hoy existen en temas de gran relevancia social y política. Quizás el ejemplo más preocupante en estos momentos sea la ruptura del diálogo entre los agentes económicos y sociales y el propio Gobierno para afrontar el gravísimo problema del creciente desempleo.

Otro tanto se podría decir de nuestra política exterior, donde las últimas visitas a Guinea, Gibraltar, Colombia o Venezuela del ministro Moratinos han hecho un flaco favor al prestigio y fortaleza internacionales de España. España presidirá dentro de unos meses la Unión Europea. Si la agenda española de nuestra próxima presidencia europea va encaminada a reproducir lo que se entiende como "logros sociales" del actual Gobierno, es decir, impulsar las políticas abortistas, matrimonio de homosexuales, laicismo puro y duro, educación estatal, etcétera, pasaremos sin pena ni gloria por Europa porque esos temas no cuelan en las políticas de la Unión.

El Gobierno socialista del señor Zapatero, para garantizar el éxito de España, debería aportar ingeniosas y urgentes iniciativas para que los Estados de la Unión afronten desde la solidaridad y el rigor medidas para llevar a buen fin los objetivos de la Estrategia de Lisboa que deberá ser revisada precisamente durante la presidencia española en la próxima primavera del 2010: inversión en I+D, educación, formación de los trabajadores, crecimiento en el empleo, desarrollo sostenible, etcétera. Lamentablemente España no cumple ninguno de los indicadores que en Lisboa se marcaron para llevarla a cabo a lo largo de los diez años previstos.

Nada de esto, por otra parte, se puede conseguir sin un amplio pacto con el PP. El frentismo en Europa está abocado al fracaso.

Por ese motivo, un buen entrenamiento para afrontar el Gobierno el reto europeo sería abandonar la obsesiva persecución desatada contra el Partido Popular, que sólo conduce a la crispación política y al hartazgo de la ciudadanía. Lo sería también tratar con la misma equidistancia a los agentes económicos y sociales para ser árbitro de un diálogo social que se hace urgente recomponer para "negociar" las medidas que alivien el drama del paro en el que hoy están instalados millones de trabajadores en España.

Debería también abandonar ese "espíritu buenista y pacifista" que impregna, sólo en las formas, toda la política exterior y que ofrece la imagen de un país que navega entre tirios y troyanos sin norte y sin rumbo. Del odio hemos pasado a un amor desenfrenado hacia los EEUU. Marruecos, a pesar de gestos artificiosos, sigue siendo un vecino incómodo y antipático para nuestros intereses en la zona mediterránea. Chávez parece ser nuestro líder preferido de los países latinoamericanos y a Israel de vez en cuando se le propina un aguijonazo para que el ministro Moratinos recuerde sus viejos tiempos de "mediador" en la zona caliente de Oriente Medio.

A esto habría que añadirle que en Europa no tenemos una política definida de alianzas con los más poderosos y que sólo Francia con su presidente Sarkozy se mueve como pez en el agua con un Gobierno entregado a sus encantos personales. Esto significa que nuestra carta de presentación para liderar la política exterior de la Unión no es muy atractiva para nuestros socios europeos y éste es un terreno donde las frivolidades y los vaivenes se suelen pagar muy caros en el juego de las relaciones internacionales.

O el Gobierno y el PSOE (a ellos les toca la responsabilidad por detentar el poder) rebajan el diapasón y favorecen una política de acuerdos de Estado con el PP para encarar la Presidencia europea, presentándose España como un país fiable y sólido, o de lo contrario el resultado sería un debilitamiento de nuestro prestigio en el mapa internacional y un recrudecimiento aun mayor de la crispación política interna que propiciaría una peligrosa desestabilización institucional.

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