Profesores

Aquel profesor se llamaba don Demetrio, y nunca le dije que aquella tarde me salvó la vida

Una tarde de la década de los 80, cuando aún teníamos la EGB como sistema educativo, el profesor se enteró de que un alumno, motivado por algunos textos que habían dado en clase, había escrito una obrilla de teatro durante el fin de semana, y animó a ese chaval a que saliera a la pizarra y leyera aquellas páginas en público. Aquella pieza era tan rudimentaria que hasta debía su título a una errata: el autor, que era un pequeño Peter Sellers, había pulsado con su torpeza frente a la máquina de escribir una tecla de más, y en vez de llamar a aquella creación, y al pueblo donde se movían los personajes, Villacabras, como era su intención, había rebautizado aquello como Villacasbras. El dramaturgo novato había urdido sin pretenderlo, con total candidez, un argumento disparatado y un tanto irreverente: el cura de aquella comunidad, les juro que ésta era la sinopsis y que no había ninguna mala fe en ella, había perdido la vista y dejado tuerta a una señora intentando introducirle la sagrada forma en el ojo, un accidente que había provocado todo un motín en el entorno. Pese a lo controvertido de su trama y al humor facilón que desplegaba aquel sainete, el niño, que había pasado inadvertido y apenas había tenido amigos hasta entonces, se sintió aceptado y querido de improviso. Aquella tarde arrinconó misteriosamente su timidez e interpretó con vehemencia a las criaturas que había imaginado, y el auditorio se lo agradeció con un buen puñado de risas y sonoros aplausos. En ese instante, el alumno descubrió su vocación y su sentido: a partir de entonces escribiría, contaría historias, viviría de la palabra.

Aquel profesor se llamaba don Demetrio -han transcurrido décadas de aquello y no tengo certezas de su apellido, creo que era Gallardo- y nunca le dije que aquella tarde me salvó la vida, nunca le di las gracias por su apoyo y su estímulo, porque me señalara el camino. He pensado en él estos días gracias a mi admirado Pablo Bujalance, que contó en Twitter un conmovedor reencuentro que había tenido con un antiguo maestro que le inspiró, decía, su "amor a las letras". Y me emocionó recordar a don Demetrio, pero también a todos los profesores que vinieron luego: María Ángeles, Julio, José Manuel, Paqui. Yo soy lo que soy gracias a haberme topado con ellos. Ojalá nos hubiésemos subido a un pupitre alguna vez mis compañeros y yo, como en El club de los poetas muertos, y hubiésemos dicho aquello de Oh capitán, mi capitán. Ojalá la vida deparara los gestos de gratitud de una película. Para que don Demetrio, y todos los demás, supiesen de esas veces que nos salvaron.

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