Que la de Málaga sea la segunda provincia española con más viviendas turísticas, en un ranking coronado por la de Alicante, no constituye un motivo de reflexión tan urgente como la evidencia de que no tenemos un plan B. Es decir, el único horizonte que podemos atisbar es el que nos permita seguir creciendo en este negocio y ponernos los primeros, que es algo que a los malagueños, por lo general, nos gusta mucho. A estas alturas, ni siquiera una epidemia, con la consiguiente debacle financiera y comercial, ha bastado para que las autoridades competentes planteen un modelo de desarrollo alternativo. De hecho, en términos capitalismo, cuando algún organismo como el OMAU ha llegado a sugerirlo, nuestro alcalde se ha limitado a negar la mayor y despacharlo como si de un mosquito molesto se tratara, lo que nos invita admirar este maravilloso momento político en el que los gobiernos locales crean organismos para tener a quien desacreditar de vez en cuando (lo que no deja precisamente en buen lugar a la oposición, pero ése es otro debate). La única preocupación desde marzo ha sido la recuperación de la actividad turística, mientras en los barrios, completas ya las posibilidades del centro, los edificios reformados para su exclusiva disposición a los visitantes afloran por doquier. Uno no puede más que sentirlo mucho por los alicantinos, que son gente estupenda, a la manera del consuelo del tonto. Pero también, qué quieren que les diga, ya que estamos plenos del extraño espíritu navideño que nos toca asumir este año, darlo todo por bueno, optar por la reconciliación y decir amén. Venga, tampoco está tan mal. En el fondo, los vecinos, los de toda la vida, no dejan de ser unos pelmas y unos cotillas. De modo que si se largan y en su lugar llega gente extranjera con la que tampoco va a haber tiempo de confraternizar demasiado, pues oiga, a ver si vamos a salir ganando (en mi bloque ya tenemos dos pisos, y subiendo). Llegará el día, claro, en que nos hayamos largado todos y ya no quede nadie. Pero así tampoco habrá quien lo lamente.

Y si la distopía a lo Michel Houellebecq es un trago demasiado amargo, siempre podemos interpretar el presente como una oportunidad. Ahora que definitivamente la política del capitalismo branding ha convertido a las ciudades en productos cuyos precios, sorpresa, no se puede permitir nadie, estamos justo en la mejor coyuntura posible para emprender un renacimiento. Otro más, los que hagan falta. Por esto sí hemos pasado antes. Ya sabemos de qué va. Es decir, el reto de hacer de Málaga (pongan aquí Marbella, Alicante, Barcelona, la que ustedes quieran) una ciudad favorable a los ciudadanos, a través del urbanismo sensible, de la política medioambiental, de la memoria entendida como cultura y de la amabilidad como norma común en todos sus términos, es apasionante. Y cuando además descubramos que todo esto contribuye a atraer a un turismo distinto, más consciente y menos incendiario, y con altos beneficios, será la repanocha. Yo no me lo pierdo. Para nada.

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