Diversos informes señalan que el modelo de vivienda más demandado para alquilar en Málaga se corresponde con un piso de dos dormitorios y de unos 78 metros cuadrados de superficie. Y el precio medio del alquiler de este tipo de viviendas es de 848 euros al mes. Si el salario medio se sitúa en Málaga en unos 16.000 euros anuales, las cuentas, decididamente, no salen. Cuando parecía que la caída del negocio de los apartamentos turísticos iba a favorecer el mercado del alquiler en registros más, digamos, razonables, lo que tenemos es que efectivamente hay una oferta mucho mayor en la medida en que los propietarios se han inclinado a alquilar sus viviendas con plazos más largos, pero los precios son esencialmente los mismo. Y no sirve de nada tener mucho donde elegir si la mayor parte del escaparate es inaccesible para el bolsillo. Si bien es cierto que en otras ciudades españolas los interesados en alquilar tienen que afrontar precios similares, o incluso más elevados, también lo es que en Málaga la disparidad entre los mismos precios y el poder adquisitivo de los potenciales inquilinos es más acusada que en el mayor parte del resto del país. Y pretender que esto no tiene nada que ver con la consagración del mercado inmobiliario al turismo, en virtud de una lógica de desarrollo local basada exclusivamente en la llegada de visitantes que tiende a expulsar a los vecinos en áreas cada vez más amplias (no ya sólo en el Centro), sólo puede considerarse la negación de la evidencia. Si Málaga ha vivido siempre del turismo, la reordenación urbanística y económica para la mayor explotación del sector se ha dado sin embargo en un tiempo demasiado breve con consecuencias indeseables y, lo que es peor, difícilmente reversibles. Málaga es ya esa ciudad en la que una pareja con sus dos miembros empleados no puede permitirse el alquiler de una vivienda digna ni siquiera destinando al mismo uno de sus dos sueldos. Pero lo más escandaloso, sin embargo, es la ausencia de un debate político sobre esta situación y los riesgos que entraña.

Porque no se trata, ni siquiera, de regular el mercado, tal y como empieza a hacerse en otros territorios. A lo mejor bastaría con tener presente que la imposibilidad de costear el alquiler para las familias es una consecuencia directa del turismo entendido como ancha es Castilla. Que dar al sector todo lo que el sector pide significa dejar a mucha gente en la estacada, y que gobernar una ciudad es, también, una cuestión de equilibrios. Asegura el alcalde, Francisco de la Torre, que él no tiene la culpa de que vengan tantos turistas; pero lo que sí puede hacer es establecer cauces de convivencia entre vecinos y visitantes con el menor perjuicio posible, aplicar fórmulas para evitar que el turismo devore a la ciudadanía, porque el encarecimiento de los alquileres no es, ni mucho menos, patrimonio del Centro. La alternativa es una Málaga en la que no se puede vivir, o casi. Y no sé si al final resultará muy atractiva una ciudad en la que hasta el último mohicano haya hecho las maletas.

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