Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

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Yolanda, de la costilla de Pedro

Para que Sánchez no esté sólo, Dios ha formado de una de sus costillas a Yolanda Díaz

Cuando transcribo en mis artículos las notas que de vez en cuando me manda mi émulo Pánfilo estoy tentado de proclamar que no soy responsable de sus opiniones. Pero, para ser sincero, no debo de ocultar que Pánfilo me saca de apuros cuando no sé de qué escribir. Esta semana, me cuenta, ha tenido en casa a un ex alumno de Montilla (curso 1973-1974) deseoso de pasear por la ciudad y de depositar en la Biblioteca de Andalucía algún opúsculo de su padre. Subieron al mirador de San Nicolás, y sin reparar en que su comportamiento podía incomodar a su amigo, se confiesa, pidió a una chica hermosísima que estaba sentada en el muro del mirador, de espaldas a la Alhambra, que se girase y mirase al monumento nazarí para que la visión de dos alhambras no lo deslumbrase a él y al gentío de la plaza. Creo que Pánfilo osó lanzarle este retorcido requiebro porque, con el ocaso de Irene Montero, ha repuntado en él una masculinidad rampante; de la que la entropía y la ministra Montero, habían logrado sanarle, al menos en un 80%. Lo he notado asustado temiendo que con el repunte del síndrome varonil, deje de ser el hombre blandengue en el que se había convertido y le dé por cometer excesos como el de piropear, incontinente, a las turistas. Espoleado por su amigo, después, se llegó al Hospital Real para disfrutar de una edición de 1493 de la Crónica de Núremberg que allí se guarda. Y Pánfilo, en su línea disruptiva, deteniéndose en una lámina del códice, la de la creación de Adán y Eva por Dios, no se le ocurrió otra cosa que incurrir en el anacronismo productivo de relacionar la imagen de Adán dando a luz a Eva con la poderosa epifanía política de Yolanda Díaz, y en voz alta opinó que la lámina mostraba a un Pedro Adán dando a luz en un arriesgado parto intercostal a una Yolanda Eva, y que el buen Dios, que no quiso perderse el alumbramiento, oficiando de matrona, inyectaba a Adán la epidural de un sueño. Su amigo, al ver las caras de espanto de las bibliotecarias, lo sacó de allí, y en la Avenida de la Constitución logró sentarlo junto a la estatua de García Lorca. Pánfilo acarició, tierno, la cabeza de bronce de la efigie, al tiempo que le susurraba, por si el estruendo de las 5 bandas que animaban un desfile militar impedían que el poeta lo oyera: “¡Cuidado, Federico, mira que nos acechan todavía!”.

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