El Pimpi Florida no viene en el mapa de Málaga, pues a él no te llevan tus pasos, sino tus amigos. Sus coordenadas se desordenan ahí dentro. Es el Nueva York del folclore, el bar que nunca duerme. Del tamaño de un guisante y lleno de varios mundos. Demasiado pequeño para tener un ayuntamiento y lo suficientemente grande para que todos se sientan su alcalde. Donde entra más gente de la que cabe, sobre todo de la que cabe imaginar. Su entrada es más glamurosa que una alfombra roja. En la cocina Rosa Mari te trata como una madre, en el plato y en la sonrisa. Extiende una pasarela camino al baño donde alquilarás un nuevo amigo. Con una cola que convierte la calle en un felpudo kilométrico con vistas al edén. Y ese hall of fame en unas paredes que son la orla de los canallas. En él se aprende su lenguaje en una sola noche, todos tenemos la misma edad, no hay carnés ni hacen falta porque allí se entra con la sonrisa.

El Pimpi Florida tiene todos los años y ninguno, es eterno, y Dioniso debió ser su arquitecto. Detiene el tiempo, acelera las ganas de vivir. En él no hay más traiciones que la del vino bebido en el momento inoportuno. Lo pretencioso no tiene lugar en una taberna sin diseños de vanguardia, el lujo es perder allí la vergüenza y el reloj. Ya lo cantó el Capitán: "Aquí donde Dios al entrar / se convierte sin más / en un hombre cualquiera", por más que cada tertulia bajo los sones de Raphael, Rocío Jurado o Antonio Flores parezca un confesionario. Sobre su bendito suelo los amigos improvisan orquestas de brazos al viento, sudor en la frente y vena en el cuello. Para recitar los clásicos que componen su Banda Sonora Oficial: la copla sin lamento.

El Pimpi Florida es un cuento; las mil y una noches, las diez mil y una cervezas. El Pimpi Florida es un psicólogo; esconde la cura en una jarra o bajo la piel encarnada de un carabinero llameante. Es el salón de como Pedro por su casa, es el fin de semana y el inicio de la vida, el Olimpo de los anónimos y el reino de los tiesos. El piso piloto del paraíso en apenas 30 metros, porque El Pimpi Florida ofrece más tiempo que espacio.

Allí se ven hasta fenómenos paranormales. El alma bigotuda de Jesús que viaja en cada cerveza servida y los platillos volantes de pescado sobre las manos amigas, pues Pablo y José no trabajan solos, es el único bar con más camareros que clientes. Y puedes entrar de mil maneras. Esquiando entre cuerpos que se ofrecen gentilmente, por eso Moisés y los guardias urbanos son bienvenidos. Volando como novios de la muerte que rezuman vida flotando sobre cabezas, que bajo su techo también hay procesiones.

Y echo de menos ese confinamiento que me hace sentir libre. Porque El Pimpi Florida no encierra, envuelve.

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