Los padres de familia numerosa se solían quedar sin nombres para los hijos de su prole y echaban mano del santo del día. Para el quinto de nueve hermanos, ya no quedaban nombres ancestrales que ponerle. Y mi padre tuvo que recurrir al Año Cristiano para marcarme con un nombre. Un identificador a tope; por los cuarenta había muy pocos Pablos en las instituciones naturales reconocidas por el Movimiento Nacional: la familia, el municipio y el sindicato. Y tampoco en la escuela. Y el 28 de abril, unos de los días más señalados que vieron los siglos pasados y verán los venideros, me atreví a asomarme al mundo, abandonando el confortable apartamento en el que mi madre me había tenido alojado, de balde, con todos los servicios incluidos. Me había dado por coger quilos, en su interior, quizá por la falta de ejercicio, y me presenté con 5.300 kg a boca de parir. Ahí me esperaba mi padre para registrarme con el nombre del santo del día, un tal san Pablo de la Cruz, sacerdote italiano del siglo XVIII. Se me bautizó con ese nombre y hubo helado fabricado en una antigua heladera manual de madera y manivela. Se sirvió en unas preciosas copas azules que mi madre había conseguido salvar de la guerra y que endulzaron bautizos anteriores y posteriores al mío. Cuenta la leyenda que el faldón que había servido para cristianar a mis hermanos me quedaba corto, y las malas lenguas fraternas -vampiresas, las llamó mi Tita María- aseguran que no me tapaba las piernas y que estas estaban cubiertas de vello varonil. Aunque ya éramos muchos en casa, nadie intentó abortarme después de nacido, con lo que alcancé la juventud, tan contento y tan discreto, con mi nombre como bandera de independencia y singularidad. Aguantando que mis primos y amigos me felicitaran el 29 de junio, día del Apóstol de los gentiles, y dijeran misas por mis intenciones, que nunca llegaron a conocer. Pero en un vaivén de esos que el diablo promueve y consagran los concilios, alguien decidió trasladar mi santo de mes. Y perdí la fe. Ahora me agarro como un desesperado a la poca fe democrática que me queda y hago lo posible por no maldecir a Pedro Sánchez que ha invadido con unas elecciones generales, y sin pedirme permiso, el día de mi santo, vacante desde que Roma lo escondió en el calendario. Entre Pedro y Roma me han robado el mes de abril.

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