Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Merece la pena?
Crónica Lunes Santo
Las tapias que rodean los solares de la Trinidad se convierten un día al año en envidiados miradores. Pero a sus estrechuras únicamente aciertan a encaramarse, ya se sabe, los habitantes más intrépidos del barrio, adolescentes peinados a imagen y semejanza de sus ídolos futbolísticos que aguardan la llegada del Cautivo posados como pájaros. Así, cada Lunes Santo, si el tiempo lo permite, el milagro se reproduce: allí donde la ciudad muestra su peor cara el resto del tiempo, donde la desidia se hace reina y donde la energía transformadora de Málaga parece detenerse o darse por vencida, al punto de la ruina y la desolación, los ojos de todo el mundo dirigen sus miradas con el afán de no perder detalle.
El Señor de Málaga y la Virgen de la Trinidad mueven a su paso una emoción de raíz y pertenencia sin mucho parangón en estos tiempos: la calle Carril, soslayada a perpetuidad por los acólitos del sistema, devenida en sombra y evitada en los paseos, se llena hasta la última baldosa y el mundo entero parece quedar contenido en esta acera, sobre la que los abuelos aguardan pacientes la llegada de su amada criatura (pues son ellos, con sus rostros surcados de arrugas y las manos deformes a base de años, los que alumbran a Dios, y no al revés) sentados en sus sillas de anea o sus taburetes carcomidos mientras sus hijos y nietos conversan, cantan, discuten, devoran pipas a la velocidad del látigo, se soportan, se aman.
Basta la llegada de la cruz guía, con la figura del Cristo apresado advertida tras el bosque de penitentes, para que el frenesí quede guardado en un silencio resuelto en lágrimas, cabeceos, manos apretadas, signos de contricción, la emulsión de un respeto atávico, cierto temor expresado en los gestos infantiles, los párpados que apenas se atreven a abrirse para mirar a Aquél de quien se sienten parte. Y aquí, en la calle Carril, llena de barro por la lluvia de la tarde, invadida de carteles que anuncian futuras construcciones de viviendas a precios familiares, tan torpemente iluminada, esquilmada por los mismos tiburones de la especulación, el espectáculo de la Semana Santa se convierte en un dardo al corazón para el que las palabras no sirven.
La de ayer fue una jornada difícil a cuenta del mal tiempo: Crucifixión decidió volver a El Ejido tras llegar al centro cuando el aguacero se mostró más agresivo de lo previsto, Gitanos salió con una hora de retraso cuando aún llovía en el contexto de una situación difícil y con sus titulares metidos en plásticos, Pasión decidió no salir en procesión y el pulso se vio así sometido a retrasos abultados y tensiones adversas a la templanza. Pero a eso de las 20:00, cuando aún no había salido el Cautivo, la calle Mármoles era un enjambre que había hecho de su bordillo tribuna, donde la vecindad comía y bebía a la espera del garante de sus consuelos, los niños jugaban, los amantes se besaban, los abuelos regañaban a los nietos, los turistas esperaban encontrar la explicación para un misterio que sencillamente no la tiene y los vendedores de todo tipo de mercancías competían para distribuir sus productos.
Antes incluso del paso de la procesión, el paisaje convocado por el Cautivo es una representación fidedigna de la existencia, en un magma donde da lo mismo llamarse Cayetano y recibir el homenaje de la cofradía que llamarse Rafael y esperar frente al llano de la Trinidad sentado en una silla de tijera con el transistor puesto; después, cuando el manto de la Virgen se pierde mecida por los suyos, queda ya el primer indicio de la sed que sólo podrá quedar satisfecha el Lunes Santo del año que viene.
Mucho antes, en la Cruz Verde, el Cristo de la Crucifixión salió media hora más tarde de lo previsto y regaló de inmediato su estampa habitual en la calle Los Negros, donde más trepadores observaban el cortejo haciendo equilibrios en rejas y muros, rendido el suelo a merced de yolis quinceañeras que mecían a sus hijos berreantes en cochecitos heredados, observadores tiesos como postes de pitillo fugaz y gafas de sol antediluvianas, recolectores de momentos con todo tipo de cámaras, tertulianas de portal en bata y pantuflas e incondicionales que comentaban en voz alta y con mal fario las posibilidades de que la procesión completara el recorrido con éxito. La llegada a la calle Peña alumbró una vez la conexión hipnótica con Gitanos, cuya salida contó episodios de trance cuando las primeras gotas empezaron a caer antes de la salida del Cristo: quienes osaban abrir sus paraguas eran increpados mientras los gitanos que habrían de acompañar al Señor de la Columna durante el cortejo con sus cantes y palmas pedían a gritos la liberación del "prisionero". Salieron finalmente, después de mucho pensárselo, el moreno y María de la O, bajo los plásticos durante los primeros trechos, espléndidos luego en la Tribuna de los Pobres, cuando la maldición de la amenaza de lluvia pareció disiparse definitivamente. En el Pasillo de Santa Isabel, un matrimonio llegado de Escocia observaba la escena con una mezcla de horror y curiosidad; al cabo, es esta efusión contrarreformista, pagana en las formas y cristiana en la impostura, la que hace de Málaga una plaza mediterránea, fenicia y griega, abandonada sin reparos a los brazos de la tragedia mientras Baco revolotea al tiempo bebiendo y devorando shawarmas, papas asadas, bolsas llenas de las más infames golosinas y bocadillos a modo de cena. La pareja, ya entrada en años, soportaba mutuamente sostenida los envites y empujones que los compañeros de acera les propinaban y sus rostros delataban, a veces, que preferían estar en otra parte. Sobre sus cabezas, la luna se perfilaba redonda entre las tinieblas, como una aproximación romántica a la primavera que hubiese ganado los versos de un Bécquer vertido en sangre; y tras ellos Dolores del Puentes se preparaba para salir en Santo Domingo, donde ya no cabía un alma y donde la masa se confundía con el río humano que se desbordaba desde Mármoles; pero también tuvo el Perchel su cuota de misterio y de silencio contrariado, con la solemnidad barroca de los capirotes negros al paso preciso del compás que apuntalaba la banda de cornetas y tambores de Santa María de la Victoria. Para entonces, cuando también el Cautivo se asomaba al cielo, ya era fría la noche. Un hombre tiraba de un carrito del Carrefour con el que arrastraba un par de neveras llenas de latas de cerveza por el Puente de los Alemanes, con tal de mantener satisfechas las dos clientelas potenciales que crecían a ambos lados del río; y no había en sus ojos fatigados coartada alguna para la piedad y la querencia, sino el hastío de un hombre cansado, roto por todas partes, al borde de la colilla que se quemaba entre los dedos calados. También la Semana Santa, con las calles atestadas, es una forma de estar solo. Y de defenderlo.
Con proporcional retraso salió Estudiantes a Alcazabilla. El Cristo Coronado de Espinas era un quiebro de mansedumbre mientras los gatos del Teatro Romano se relamían sus vientres y en los bares cercanos la Pasión celebraba su singular metamorfosis. El paso de la procesión por Fajardo y Puerta Nueva en busca de Carretería reveló prodigiosos símbolos urbanos, memorias de la Isla de Arriarán y otras fantasmagorías desechas: ocurre a veces que Málaga se recuerda a sí misma cuando en la serenidad de la noche las marchas acotan el territorio por el que lVírgenes y Cristos acontecen. Para entonces, la lluvia era ya una cuestión olvidada; como volvería a serlo al alba la Trinidad, el barrio sacrificado y desnudo, que aguarda ya, herido, otro Lunes Santo.
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