EDITORIAL
Toda preparación es poca ante los temporales
La tarde se hizo flor en el pecho de una barriada malagueña. Era Jueves Santo, y la Hermandad de Zamarrilla se preparaba para su salida procesional. El aire, denso de incienso y emoción, llevaba consigo la antigua leyenda de un bandolero redimido bajo el amparo de una Virgen.
Juan Zamarrilla, antaño perseguido por la justicia, encontró refugio en una ermita. Se escondió bajo el manto de una Dolorosa, como quien busca consuelo en una madre. Los guardias no lo hallaron. Milagro. Tocada su alma, Juan clavó una rosa blanca en su pecho como símbolo de arrepentimiento. La flor se volvió roja. Aún hoy, esa rosa vive sobre el pecho de la Virgen de la Amargura, atravesada por un puñal, memoria del perdón recibido.
Los fieles la acompañaban con devoción por las calles de Málaga. El trono avanzaba con solemnidad, al ritmo de las marchas, entre incienso, luces temblorosas y oraciones susurradas. En la calle Mármoles, la hermandad se hacía sentir con fuerza. Las fachadas se vestían de respeto, los balcones se llenaban de miradas emocionadas, y el aire parecía detenerse para dejar pasar la historia. Los portadores, firmes bajo el peso del trono, caminaban al unísono, como si cada paso fuera una oración. Los vecinos, algunos con lágrimas, otros en absoluto silencio, se unían en una misma emoción.
Campanas, tambores, capirotes. El puente del Perchel marcaba un instante mágico: el reflejo de las luces sobre el río, la ciudad conteniendo el aliento, los corazones latiendo al compás de los varales. Era como cruzar de lo humano a lo divino, de lo terrenal a lo sagrado.
Cada paso era un homenaje: a la tradición, a la historia y a la fe que permanece. La Hermandad de Zamarrilla no solo portaba un trono; cargaba con siglos de esperanza, de redención, de amor. Y en cada Jueves Santo, la leyenda volvía a nacer, viva, palpitante, bajo la mirada de la Amargura.
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