TV-Comunicación

Los pobres y la carpa

Ver hoy día cine en televisión es cosa de pobres. El audiovisual se extiende por la red, se acumula en los discos duros, se intercambia mediante programas P2P o en DVDs, y sólo el rezagado, al que el tiempo se le ha echado encima o simplemente carece de medios, se las debe ver con el caprichoso y reincidente sistema de programación de cine en las televisiones públicas y privadas. Da igual, de todas formas ahora lo que el público ve son series (sin duda mucho más atractivas que el stock de filmes emitidos hasta el hartazgo). Los capítulos, además, duran menos, e incluso con la publicidad y los letreros, son un producto más fácilmente consumible después de la dura jornada laboral. Un capítulo y a dormir; lo malo es cuando se tiene el mono y uno dispone de la caja con toda la temporada completa.

La TDT no parece que vaya a cambiar este estado de cosas, aunque su extraña y caótica acumulación de canales pueda dar alguna que otra sorpresa; es lo que asiduamente pasó con la televisión, electrodoméstico de guardia, que siempre está ahí para nosotros, en las mañanas tontas, en las madrugadas espesas, cuando la hacemos crujir desde el mando a distancia para rematar al tiempo moribundo o dejar de pensar en cosas serias. Es entonces cuando se puede producir el milagro, cuando podemos vernos atrapados por el temblor de una antigua película en blanco y negro que hace las veces de magdalena proustiana y nos transporta a algún rincón de la infancia perdida, o asistir a esa emisión inesperada que modifique nuestra perspectiva sobre las cosas. Porque, créanme, hay películas que cambian la vida. Muchas veces son, además, el pistoletazo de salida de un viaje sin fin que, en la actualidad tecnológica en la que nos hallamos, es mucho menos trabado que hace unas décadas: a uno le gusta algo que ve en la tele, incluso de forma incompleta, y luego lo puede buscar a través de Internet para más tarde pasara otro producto de la misma constelación o de una enfrentada.

Son los trazos que recorren el firmamento fílmico y que nos pueden llevar de Chaplin a Tarantino a través de recovecos inesperados. Para ello, como decíamos más arriba, es mejor no ser pobre, pero sobre todo hay que estar dispuesto a la aventura, las alforjas ligeras de prejuicios, para lo que siempre ayudó que una persona de confianza nos guiara de la mano, si bien sólo al principio, persuadiéndonos de que el billete merecía la pena ser comprado.

Sean osados y pongan la tele de vez en cuando lo más lejos del prime time que sean capaces, y cuando, como en una película de Imamura, salte alto la carpa, agárrenla fuerte con las dos manos, que es escurridiza.

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