La casa de TODOS
La residencia del Sagrado Corazón, en El Bulto, da cobijo a unas 40 personas · La institución subsiste gracias a "la providencia" porque puede recibir ayuda, pero no pedirla







Ancianos, niños, cristianos, musulmanes, discapacitados psíquicos, minusválidos físicos, mayores dependientes, inmigrantes y personas que no tienen a dónde ir. En la residencia del Sagrado Corazón no hay límite de edad, sexo o nacionalidad. Es la casa de todos. Unas 40 personas viven en estas instalaciones ubicadas en un enclave privilegiado, en la zona de El Bulto. Pocos imaginan que detrás de ese edificio de color amarillo claro situado junto al trasiego del Paseo Marítimo se hace una importante labor humanitaria desde hace medio siglo.
Isabel Gaztelu, la superiora, explica que no querían una residencia demasiado grande para que los usuarios no fueran un número, sino personas con nombre y apellido. "Para que fuera como una familia, con sus chismes, sus rincones y sus manías", explica. Y se ha conseguido el objetivo. Las tres monjas, las tres trabajadoras y la docena de voluntarios conocen a los usuarios por sus nombres y saben la historia que les ha llevado a la residencia. Zour Mellouq, por ejemplo, llegó a la casa hace tres años. Vino a Málaga porque su hijo padecía una malformación de corazón y necesitaba una operación. No tenían a donde ir. La residencia les dio cobijo. A cambio, Zour ayuda en las tareas cotidianas. "Esta es mi casa. Lavo, limpio, cocino; lo que haga falta", cuenta. Dicen que todos disfrutan cuando hace cuscus. Su hijo corretea por los pasillos dándole vida al edificio y trabajo a su madre.
La superiora cuenta que la residencia es una cesión del Ayuntamiento de Málaga al Obispado hecha en 1965. Ya durante la gestión de Pedro Aparicio, el Consistorio intentó cambiar el emplazamiento para soterrar las vías del tren que llega al puerto. Ahora, su ubicación sigue "segura, pero en el aire", bromea Sor Isabel. Mientras ella explica estos detalles una joven se acerca. Tiene 33 años. "¿Por qué está en la residencia?", preguntamos. "Trae a tus hijos", le pide la superiora. La joven se va y al momento vuelve con dos muñecos a los que arropa con esmero maternal.
En la cocina, dos voluntarias -Francisca Estévez y Mercedes Ramón- preparan la comida para 50. Hoy, además de los 40 que viven en la residencia hay 10 usuarios más a los que no les faltará un plato de comida. El menú es pescado frito, menestra y patatas. Cuentan que los alimentos proceden de Bancosol, de donaciones privadas, de excedentes de bodas, de hoteles, de decomisos... Y cuando hay menos provisiones, como si del milagro de los panes y los peces se tratara, improvisan alguna comida que rinda para todos los comensales.
José Rosado, médico especialista en desintoxicación de drogodependientes, trabaja como voluntario velando por la salud de los usuarios de la residencia. Aunque ya tienen asignados médicos de cabecera, Rosado los visita varias veces a la semana para vigilar su evolución. Cuenta que empezó a colaborar porque por los años 70 tenía que desenganchar a un heroinómano del caballo. No había hospital que lo admitiera. Las monjas sí lo hicieron. Así comenzó una colaboración recíproca. Rosado resalta que aquel toxicómano es hoy arquitecto. "La Medicina es humanismo. No hay ningún [enfermo] psicótico que no sepa lo que es el cariño. Un beso o un abrazo son instrumentos terapéuticos y aquí se dan", comenta. Y añade: "Además, aquí no he visto nunca a una persona con una escara". En una habitación, una mujer con una discapacidad psíquica profunda está en su cama. Le han puesto música clásica. Los que pueden caminar suelen salir a dar un paseo acompañados por voluntarios. El entorno, junto al mar, pone su parte. En otra habitación están Asís Laksir, de Marruecos, y Said Oyewale, de Nigeria. Ambos musulmanes. El primero está en silla de ruedas debido a la poliomielitis. Vino a Málaga a integrarse en un equipo de baloncesto en silla de ruedas. No tenía casa y encontró su hogar en la residencia del Sagrado Corazón. Said tenía una pierna más corta que otra debido a un accidente. Llegó a la Costa del Sol para una operación de alargamiento de la extremidad. La residencia es su casa desde entonces. A cambio, como Zour, ayuda con las tareas. Ambos se ríen cuando se les preguntan si tienen que ir a misa. "No, no. Nos respetan. Las monjas son muy buena gente. Incluso hacemos el Ramadán", cuenta Asís.
Por normas de la orden, las monjas no pueden pedir subvenciones ni ayudas para el funcionamiento de la residencia. Aceptan, eso sí, todo el apoyo que se les quiera dar. Cuando se le pregunta a Sor Isabel cómo salen adelante con 40 usuarios y sin subvenciones fijas, contesta: "Vivimos de la providencia".
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