Eduardo Jordá

Dos mundos

en tránsito

AYER por la mañana dejé a mi hijo en el campus deportivo al que ha ido durante dos semanas, y luego volví a casa escuchando las tertulias de la radio. El contraste entre lo que se veía desde el coche y lo que se oía en la radio era extraordinario. Si prestaba atención a lo que se decía en la radio, estábamos viviendo una nueva Guerra de los mundos en la versión radiofónica de Orson Welles, y el planeta Tierra estaba siendo invadido por unos marcianos llamados "mercados financieros" y "deuda soberana" y "agencias de rating" -y otras cosas igual de monstruosas-, que nos iban a comer vivos a todos, y me temo que empezando por la cabeza, como si fuéramos langostinos.

Pero lo que ocurría en el mundo que se veía desde el coche no tenía nada de apocalíptico ni de catastrófico, sino más bien todo lo contrario: había coches en los semáforos -aunque no demasiados-, y autobuses recogiendo pasajeros, y gente que desayunaba en las terrazas de los cafés, y algún turista con su mochila y sus chanclas mirando un plano en una esquina, o el típico ciclista intrépido que la tarde anterior había visto la etapa del Tour de Francia, así que se sentía tan lleno de ardor velocípedo que ya estaba hablando por el móvil a las 9 de la mañana, sin dejar de pedalear a toda pastilla, por supuesto.

Y entonces me pregunté cuál de los dos mundos era real, el de la radio o el de la calle, e incluso llegué a preguntarme si alguno de aquellos dos mundos era real. Porque hay momentos históricos en que parecen borrarse las fronteras entre lo real y lo irreal, y esos dos mundos se entremezclan de tal modo que llega un momento en que ninguno lo es. Quiero decir que el 1 de septiembre de 1939, por ejemplo, el día en que las tropas de Hitler invadieron Polonia, la gente también desayunaba en las terrazas de Varsovia, y los tranvías recogían a sus pasajeros, y los ciclistas pedaleaban tan tranquilos por las calles, sin saber que al día siguiente toda aquella rutina que parecía inalterable se iría al infierno, y durante mucho tiempo nadie volvería a pedalear tranquilo por la calle ni a subir distraído a un tranvía.

¿Estamos viviendo esa fase previa al gran cataclismo, esa fase en que todo parece normal, sin saber que en muy poco tiempo iremos al banco y nos encontraremos sin dinero, o recibiremos la desagradable noticia de que nuestra empresa va a cerrar y nos hemos quedado sin trabajo? ¿O son sólo predicciones catastrofistas de gente que disfruta jugando con fuego, aunque al final acabe quemándose, porque consigue ganar mucho dinero con las falsas alarmas y los temores de la gente? Y sigo pensando en ello cuando apago la radio y me bajo del coche, aunque siga sin saber en qué mundo vivo, si en un mundo normal y feliz o en otro mundo que se asoma al abismo.

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