Rafael Salgueiro

Profesor de Economía en la Universidad de Sevilla

Epístola a los gretenses (de Greta)

Señales en todo el mundo nos indican que sí tenemos que tomar en serio una energía de transición, siempre se propuso el gas natural, y que no podemos prescindir de la nuclear

Epístola a los gretenses (de Greta)

Epístola a los gretenses (de Greta)

EL cambio de modelo socioeconómico, expresión que de vez en cuando se les escapa a los gretenses, es algo que parece estar también detrás de la gran transformación energética que se pretende en el mundo. Pero el inconveniente es que el modelo socioeconómico, tomado en sus grandes rasgos, está en la base del progreso de la prosperidad en el mundo. Y no vale aludir al crecimiento de las desigualdades, argumento tan querido por los progresistas, porque a las personas del mundo les importa más su bienestar personal que las diferencias que tengan con el más rico de su pueblo o de su país. Tengo para mí que los progresistas son los únicos que creen que el progreso material de las personas es un juego de suma cero: uno es más rico porque otro es más pobre. Esto pudo suceder así antes del inicio de la revolución industrial, cuando el estado general de la humanidad era la pobreza, y además sin expectativas de poder salir de ella. La revolución industrial tuvo su fundamento principal en la capacidad de utilizar energía de una forma muy eficaz, permitiendo reemplazar la limitada capacidad animal (incluida la humana) de trabajo por el que podían hacer las máquinas. Otro fundamento fue, obviamente, el desarrollo y la aplicación de mecanismos de mercado, sin los cuales China habría seguido en la postración en que se encontraba hasta el inicio de las reformas en 1978.

¿Qué ha significado la energía y la multiplicidad de sus empleos? Simplemente, la salida de la pobreza por parte de centenares de millones de personas. La inteligencia humana y el capital fueron capaces de emplear nuevas fuentes de energía primaria, como el petróleo, más ventajosas que el carbón por su mayor densidad energética (energía por unidad de masa) y de desarrollar una forma de energía no primaria: la electricidad, cuya generalización dio lugar a lo que se conoce como segunda revolución industrial. A la vez, fuimos añadiendo técnicas de generación de electricidad que superaron las limitaciones de la generación hidráulica, con el carbón en primer lugar, luego el petróleo, luego la nuclear, más recientemente el gas natural, y ahora somos capaces de generar electricidad a partir del viento, del sol e incluso del calor del interior de la tierra, entre otras vías novedosas.

Tengo para mí que, como las predicciones y advertencias contenidas en el primer informe al Club de Roma, titulado Los límites del crecimiento (1972) no parecían ni hacerse realidad ni ser asumidas había que tratar de limitar el crecimiento de alguna forma. El supuesto básico era qué si se mantenían sin variación los ritmos de crecimiento de la población, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de recursos naturales, se alcanzarían los límites absolutos de crecimiento de crecimiento de la tierra al cabo de cien años. Pues bien, llevamos ya la mitad de esos cien años. Entre la publicación del informe y 2019, según los Indicadores de desarrollo mundial del Banco Mundial, la población mundial ha aumentado en casi 4.000 millones de personas –se ha duplicado–, y el PIB se ha multiplicado por 4,5, de modo que la renta per cápita es algo más del doble que entonces. El valor añadido de la industria mundial ha crecido más de un 60% entre 1997 (el año más antiguo que tengo a mano) y 2019. En cuanto a los alimentos, la producción agrícola se ha multiplicado por 2,8 desde la publicación del citado informe y la ganadera por 2,6, según los Índices de producción de alimentos de FAO. Lo más notable de este crecimiento es que la superficie destinada a la agricultura es hoy sólo un 4% mayor que en 1972 (FAO). No parece necesario incluir datos sobre el estado medioambiental del planeta, ya que las mejoras europea o estadounidense ya no constituyen una singularidad de países ricos, por más que las diferencias persistan entre países, aunque se van atenuando.

¿Cuál es, pues, el motivo de inquietud o de alarma actual? Obviamente, las emisiones de gases de efecto invernadero y sus consecuencias sobre la elevación de la temperatura global. Hemos asumido que la acción de los seres humanos es la causa casi única de la variación de la temperatura y hemos decidido que hay que actuar para reducir las emisiones. Para ello ha sido necesario no sólo un ingente trabajo científico, sino alarmarnos con el mundo poco menos que apocalíptico que viviríamos a finales de siglo si no actuamos con contundencia y, desde luego, achacar al cambio climático casi cualquier fenómeno meteorológico que se salga de lo habitual. Para evitar o moderar las emisiones hemos decidido hacer una transición energética forzosa, tanto en la forma de utilizar la energía: electrificación de la economía, cuanto en la forma de generación: empleo masivo de fuentes renovables. Se nos decía que esto se iba a producir sin alteraciones y que, en consecuencia, no sería necesaria una energía de transición y mucho menos seguir contando con la generación nuclear a largo plazo. Pues bien, las señales que estamos percibiendo en todo el mundo nos indican que sí tenemos que tomar en serio una energía de transición –siempre se ha propuesto el gas natural– y que no podremos prescindir con facilidad de la nuclear. Y esto no va en contra del despliegue de la generación renovable, una vez que han alcanzado o superado la paridad en red (precio similar al de la generación convencional) y que apuntan a que continúe la extraordinaria reducción de costes que se ha producido en los años más recientes. Además, en países con un sistema de distribución de electricidad muy avanzado como es nuestro caso, será pronto factible no sólo producir energía a muy pequeña escala (edificios, por ejemplo) sino hacer transacciones de esta energía con otros consumidores; pero para alcanzar esto todavía es necesario experimentar mucho, tal como se proyecta hacer en determinadas zonas de Sevilla y en Málaga, por cierto.

Pero seamos realistas. Hemos hecho grandes progresos en la reducción de energía utilizada por unidad de PIB: hoy es un 40% menos que en el citado año 1972, pero el consumo de energía primaria continúa aumentando en el mundo, y continuará salvo que los adalides del no crecimiento económico impongan sus ideas. El inconveniente es que todavía en 2019 (año normal), los hidrocarburos suponen el 84% de la energía primaria utilizada en el mundo y la generación libre de CO2 es el 16% restante. Además, de esta última el 41% es gran hidráulica, con limitadas posibilidades de crecimiento; y el 27% es nuclear, que sólo algunos países están dispuestos a ampliar. Las generalmente preferidas, solar y eólica principalmente, aportan ya casi la tercera parte de la energía producida sin emisiones; pero esto es sólo el 5% de la energía primaria que se utiliza en el mundo (BP Statistical Review of World Energy 2021).

Desde luego, en un futuro quizá próximo, la energía eléctrica será almacenable en distintas formas y se evitará el limitante problema de la variabilidad de la generación renovable. Pero reemplazar por completo el empleo energético de los hidrocarburos en los plazos que señala la agenda política y la aceleración que reclaman los gretenses no es sólo una tarea titánica, sino poco menos que imposible. Por eso el miedo está sustituyendo a la razón, como hemos visto en la cumbre de Glasgow.

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