Calle Larios

Domingo de Ramos: otro y el mismo

  • La Semana Santa se ajusta como pocos acontecimientos a aquella máxima de Lampedusa: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”

Si de algo no hay duda, es de que el Domingo de Ramos se parece mucho al Domingo de Ramos.

Si de algo no hay duda, es de que el Domingo de Ramos se parece mucho al Domingo de Ramos. / Málaga Hoy

SALVO que Juan Cassá diga lo contrario (¿sabe alguien si se ha pronunciado al respecto?), sigue bastando una palabra para formular la norma general respecto a Málaga: paradoja. Seguramente no hay otra ciudad de España en la que transformación más abultada y la resistencia al cambio convivan, no como realidades paralelas, sino como dos versiones de una misma ciudad necesarias y a la vez complementarias. Málaga olvida alegremente y al mismo tiempo, aunque no siempre repare en ello, lo tiene todo más o menos como al principio: destina millones de euros cada año a su proyección como nuevo centro neurálgico del arte y a menudo parece vivir de espaldas a todo lo que huela a vanguardia cultural, como si prefiriera reservar la experiencia a turistas incautos. Sabe ser la más moderna y la más atrasadilla, la más despatarrada en el bordillo, la más merdellona, sin cambiar el paso. En este sentido, Málaga se parece a un agujero negro (ya que están de moda, aprovechemos el símil) supermasivo. En el entorno de uno de estos objetos de densidad tan abrumadora, con cantidades de masa tan ingentes que ni siquiera la luz pueda escapar de su atracción, la realidad funciona de manera bien distinta a la que acostumbra nuestra plácida existencia. Arrimados a su horizonte de sucesos, podríamos tener a nivel cósmico comportamientos propios del mundo cuántico. Por ejemplo: si tuviéramos a dos astronautas paseando cerca de uno de estos gigantes (tomo la explicación del genial divulgador científico Álex Riveiro) y a uno le diera por empujar al otro para que cayera al susodicho, el que empuja vería cómo su compañero se desplaza hacia el agujero negro, a una velocidad progresivamente más reducida (el espacio-tiempo también tendría un comportamiento distinto), hasta su desintegración; sin embargo, el astronauta empujado seguiría el trayecto sin más hasta terminar posado vivito y coleando en la superficie de la estrella opaca, sin desintegrarse ni morir aplastado. Aunque pueda parecer extraño, las leyes de la física nos dicen que las dos historias tendrían lugar en eso que llamamos realidad. Bien, con Málaga pasa lo mismo: sus astronautas mueren y salen vivos a la vez continuamente, y podemos atenernos a lo uno y lo otro para definir lo que pasa sin temor a equivocarnos. Y si por algo me gusta vivir la Semana Santa en la calle, ya que estamos en Domingo de Ramos, es porque todas estas paradojas afloran de una manera única, cristalina y meridiana, como si pudiésemos recrear los efectos de un agujero negro en un laboratorio (algo llevan adelantado en el CERN de Ginebra, no crean) y observar con atención los acontecimientos. Estos días, con esta primavera a flor de piel, Málaga resulta ser la más beata y la más pagana, la más profunda y la más superficial, la más apegada a los barrios y la más centrada en la explotación hotelera, la que más mira al futuro y la que más se acomoda en su tradición anclada.

Por eso, ante la expectación que suscita el nuevo recorrido oficial, se me ocurre recordar la máxima que acuñó Lampedusa con permiso de Maquiavelo: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Traslademos la sentencia desde la teoría política a la filosofía urbana y obtendremos resultados esclarecedores. Podemos dejar al Cautivo pasar por Carretería o mandarlo a Capuchinos, podemos poner la tribuna de la Plaza de la Constitución mirando al Norte o al Suroeste, instalar un tobogán acuático en la Catedral en lugar de una rampa o extender un sambódromo en Molina Lario; podemos, incluso, derribar la Mundial y levantar el hotel de Moneo; podemos cambiarlo todo en la Semana Santa de Málaga, pero todo seguirá igual. En estos días, la Trinidad volverá a ser la Trinidad, y Pozos Dulces volverá a ser Pozos Dulces. Cada recodo, cada esquina, volverá a tener el sentido afirmado desde la infancia, desde que mi padre me llevaba de la mano a ver las procesiones. Porque también la Semana Santa es una paradoja: el mismo fenómeno que renombra calles y plazas a mayor gloria de los titulares de la cofradías es el que preserva, en esta ciudad desmemoriada, una mayor dosis de recuerdo. De la certeza de sabernos en casa.

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