Calle Larios | Desescalada en Málaga

Espejismos de una nueva normalidad

  • Con mascarillas, sin excesivo respeto por las distancias de seguridad y con ambiente vacacional, Málaga abraza la era posterior al estado de alarma a falta de un ingrediente fundamental: el turismo masivo

El turismo es todavía tímido, anecdótico, marginal: nada parecido a la normalidad.

El turismo es todavía tímido, anecdótico, marginal: nada parecido a la normalidad. / Javier Albiñana (Málaga)

En La Virreina, muy cerca ya de autovía, un cónclave de entre ocho y diez mujeres celebra asamblea en la puerta de uno de los bloques más altos y desolados del barrio. Hace un calor de mil demonios, pero el edificio ofrece al grupo suficiente protección bajo su sombra. Son mujeres mayores, gitanas, muy morenas, de aspecto deiforme sentadas en sus sillas de playa, como divinidades antiguas que en su estirpe fenicia prometen generosidad y abundancia. Comparten, casi todas, un gesto severo, estricto, con pocas ganas de fiesta. Sólo tres de ellas llevan la mascarilla puesta, pero, eso sí, en su disposición semicircular, como si protagonizaran un juicio sumarísimo contra cualquier incauto que se pasara de listo, respetan escrupulosamente las distancias de seguridad: el portal es suficientemente amplio como para que cada una quede a dos metros de la próxima. Ante semejante mise-en-scène cabe convocar referentes diversos, desde las troyanas de Eurípides a aquellas otras mujeres duras, vernáculas, de trago amargo y expresión pétrea que inmortalizó Lorca. Sus razones, sin embargo, son considerablemente más livianas: no hay tragedias que lamentar, ni invasores aqueos a los que repeler, ni luto que guardar. Lo único que sucede es que hace mucho calor. El termómetro de la acera de al lado marca 32 grados, cualquiera sabe si la información es fiable, pero en todo caso los dígitos cambian en sentido ascendente a cada pase. Así que las mujeres se abanican con frenesí báquico, chas chas chas chas, bien atropelladas las varillas contra los escotes, Loli, este calor no hay quien lo soporte y acaba de entrar el verano, yo no sé qué vamos a hacer, pues como encima nos manden volver a meternos en la casa a ver quién soporta con esta flama a mi Paco. El aquelarre es un síntoma inequívoco de la nueva normalidad que se ha hecho definitiva este lunes: las mujeres vuelven a tomar posesión de lo que es suyo y les había sido arrebatado. Los encuentros vecinales cunden ya a cualquier hora, sin atención a horarios ni a controles, pero sin pegarnos todavía demasiado, por si acaso. El instante tan ansiado por muchos desde mediados de marzo, la luz verde definitiva a lo que fue Málaga cuando ni habíamos oído hablar del coronavirus, la recuperación de la cotidianidad en su máxima acepción, ya está aquí. Sin embargo, no hay manifestaciones exultantes, ni señales de victoria, ni renovación de las pancartas colgadas en los balcones (algunas, ya desteñidas y raídas, siguen invitando al vecindario aquí al lado, en Ciudad Jardín, a que se quede en casa porque este virus lo paramos todos): todo fluye en una sana indiferencia, en el simple pararse a ver la vida en un portal de un bloque en La Virreina. Al cabo, lo único que podemos decir es que hace mucho calor.

Un tentempié soleado en el Café Central para celebrar la nueva normalidad. Un tentempié soleado en el Café Central para celebrar la nueva normalidad.

Un tentempié soleado en el Café Central para celebrar la nueva normalidad. / Javier Albiñana (Málaga)

Poco después, unos críos se dan chapuzones a destajo en la playa del Dedo en El Palo. Más mujeres vienen de la compra cargadas de bolsas aunque es mal día para ir al mercado. En el entorno del local de la Asociación de Mayores del Distrito Este hay jubilados que buscan con qué matar el tiempo, por más que el calor invite poco a salir a la calle. Hay partidas de dominó en mesas de playa abiertas en los callejones cerca de la iglesia, discusiones sobre el Madrid y los arbitrajes y comentarios sobre la indumentaria de un émulo tardío de Bob Marley que saca de paseo a un perro demasiado necesitado de un baño. Aquí el uso de las mascarillas sí es mayoritario, aunque, por el contrario, los oriundos parecen haber perdido el miedo a las distancias de seguridad. Y hay más niños que corretean y juegan detrás de un balón, van y vienen del paseo marítimo como si el tiempo no fuese con ellos. El curso está acabado, o casi, o debería, y a este lado del Mediterráneo el mismo sol invita al juego y la despreocupación que celebrara Albert Camus en sus escritos argelinos, con la mezcla de salitre y cemento que determina la plenitud de la infancia. Así es: a este lado de la ciudad, esto que para muchos ni siquiera es Málaga, un territorio mítico lejos de cualquier sitio y cerca de ninguna parte, el paseante asiste a lo que podría ser un verano cualquiera. Hay una afluencia notable en las tiendas de alimentación y en los chinos, casi como si acabaran de abrirlos después de años de ausencia, para desesperación de algún propietario que intenta evitar las aglomeraciones en sus locales. En uno de los estancos de Juan Sebastián Elcano, la cola alcanza una longitud considerable y, aunque los clientes llevan la mascarilla puesta en su mayoría, no hay nada parecido a la distancia de dos metros cuya preservación se suplica mediante un cartel en la puerta del negocio. De momento, la nueva normalidad no parece tener poder suficiente para poner coto a los vicios domésticos disparados durante el confinamiento.

Poco a poco, los columpios vuelven a ser lo que fueron. Poco a poco, los columpios vuelven a ser lo que fueron.

Poco a poco, los columpios vuelven a ser lo que fueron. / Javier Albiñana (Málaga)

Pero donde esta nueva normalidad parece un espejismo, una impostura, tal vez un deseo de consumación remota, es en el centro. Es cierto que desde El Palo hasta el parking Alcazaba el tráfico es denso y lento, así que hay tomárselo con paciencia. Igual que en el Paseo del Parque, donde asistimos, aleluya, a la puesta de largo de un lunes cualquiera, con todo su estrés, sus frenazos, el aviso del claxon, el a ver si miras que yo estoy en mi carril, la densidad marca de la casa en este fraude que llaman parque. Una vez devuelto el pie a la acera, sin embargo, cabe constatar que todavía hay muchos bares cerrados, que demasiados comercios no han superado de momento el envite de la crisis y que en las calles se puede ir mucho más ancho que en cualquier mes de junio de la era cristiana. Los (pocos) parques infantiles, como el de la Plaza de Camas están ya disponibles, pero apenas hay un par de mocosos intentando divertirse en artilugios ardientes por su exposición al sol bajo la vigilancia distraída de sus supuestas madres. A poco que exploramos la calle Larios, volvemos a la calle Granada y de ahí a Alcazabilla, con el Teatro Romano cerrado a cal y canto a la espera de una intervención arqueológica que se va a retrasar más que la obra del Metro, y con la terraza de El Pimpi conquistada por un nada despreciable porcentaje de usuarios, que a esta hora ya apetece una cervecita. Y entonces comprendemos que a esta nueva normalidad le falta lo fundamental: el turismo masivo. No esta parejita de franceses que viene a hacerse fotos frente al mismo Teatro Romano, no este británico con aspecto de haberse caído del último guindo que entra al Café Central como si de la Abadía de Westminster se tratara, no este goteo todavía puntual, anecdótico, esmirriado: no, para parecer normal a Málaga le falta su turismo entendido como rebaño, las hordas de visitantes que circulan en segway por la Plaza del Carbón como si corrieran en Indianápolis, los apóstoles del patinete con la gorra bien calada, las cuadrillas de italianos intentando comprender la magnificencia de la Abadía del Císter ante la insistencia de un guía entusiasta, los japoneses apelotonados como sardinas en lata en la plaza de Jesús Castellanos a la espera de que alguien los saque del tapón para conducirlos al Museo Picasso, los torsos desnudos que se pasean por la Plaza de la Constitución con la toalla al hombro como si de la piscina del hotel se tratase, la entrañable desorientación de los guiris que buscan la entrada a la Catedral o el Santo Grial, ya puestos. Todo eso, todo eso nos falta: el vocerío en los bares de atrezzo en Uncibay, las despedidas de soltero con globos obscenos, cantidades ingentes de fritanga consumida en Calderería, el ruido y la furia, los londinenses borrachos nada más bajar del avión. Hasta que el Aeropuerto, precisamente, no recupere su volumen habitual de viajeros, aquí no habrá normalidad ni leches. Sólo espejismo. Y a ver quién dice que es suficiente.  

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios